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Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Tiempos que fueron

Saben ustedes que, unos en el fondo -muy en el fondo- y otros más a las claras, todos terminamos siendo unos sentimentales. De un modo u otro, la parte menos innoble de nuestra condición acaba por salir a la superficie; si bien no de manera definitiva, al menos la efímera duración de su destello nos brinda la oportunidad, aunque escasa, de soñar con una esperanza que por lo habitual se nos niega -fíjense la de vueltas “verbales” que he tenido que dar sólo para llegar al dintel de una puerta que no sabremos si terminará por abrirse-. De esto nos viene aquello: lo de los tiempos pasados, que -pensamos- siempre fueron mejores, aunque sea evidente -y lo sepamos- que no es así.

Lo mejor, de los tiempos que fueron, es la capacidad para sacar de la memoria lo peor que entonces fue. “Lo mejor” del pasado es todo lo bueno que se nos quedó escrito en la pequeña historia de nuestras vidas, preocupadas hoy en seguir buscando algunas páginas que añadir a ese pequeño libro que, en su momento, se quedará sin más, cuando la Santa Compaña -no ya nosotros- voltee la cubierta trasera.

Muchas de las penas que hoy nos quitan el sueño y nublan esa alegría tras la que siempre andamos, se disolverán entre lunas al filo mismo del día y soles antes de caer en la noche oscura, entre luces y sombras, silencios y andares… quedarán enterrados por pedazos de tiempo, partes del Tiempo que nos puede, el que diluye a los muertos bajo puñados de tierra que los devuelve al olvido, el que nos lleva con ellos, los muertos, cuando ya no nos quieren los vivos.

Aunque no lleguemos a olvidar, vagamos sin rumbo por tierras de recuerdos, perdidos tras un Norte que no queremos hallar, atormentados de ausencias que no imaginamos soportar, abandonados de risas, huérfanos de caricias … perdidas, desamparados de los que ya no tenemos. Pero la vida sólo estará hoy. Ni el recuerdo del olvido que fue, es; ni la fe en la esperanza que vendrá, es.

Hay que estrujar este presente esquivo, que gusta de esconderse tras un pasado, siempre inamovible, o disfruta entreteniendo con fantasías, a menudo improbables. Capturarlo y exprimirlo: el hoy, con sus más y sus menos… o sus menos y sus más, con palmas y pesares, bulerías o soleares… hoy es el vivir del por vivir, no hay ayer que lo entorpezca ni mañana que lo detenga.

Nos cae encima un presente de incertidumbre, cuajado de incógnitas que se escapan a cualquier intento de previsión sensata; nos inmoviliza la falta de claridad de un mañana que nos empeñamos en controlar, estando, por esencia, fuera de cualquier control al que pudiésemos tener acceso. Empecinarnos en manejar lo que se coloca más allá de nuestros posibles es echar por la borda la energía que necesitamos para respirar, para vivir… hoy.

Cantaba Sabina sobre el error que supone “tratar” de volver al lugar dónde fuimos felices. Y, sí, es un error; no por querer regresar a este o aquel sitio que nos trae recuerdos de tiempos de vino y rosas; lo es porque lo que en verdad intentamos, de modo consciente o no, es volver a ser lo felices que fuimos cuando estuvimos en ese lugar; es esto lo que no es posible: ni el lugar es el que fue, ni nosotros somos los que fuimos ni la circunstancia que nos condiciona ahora coincide con la que entonces lo hizo.

Sí, nuestro mundo es una gran paradoja. La memoria nos recuerda de quién y de dónde vinimos; los recuerdos nos unen a un pasado que formó parte de lo que fuimos y determinó, en parte, lo que hoy somos; pero para poder ser nosotros, para ser capaces de vivir el tiempo que tenemos, es imprescindible colocar -sin olvidarlo- el pasado en su tiempo: el pasado. De lo contrario, los recuerdos se convertirán en sombras que nos privan de la luz… tan necesaria que resulta imprescindible, y la memoria que los sustenta será madre de esa angustia vital que nos impida vivir.

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