Programación Guía de la Feria de Jerez 2024

Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Infierno

A los cristianos nos educaron en la creencia de que el mal nos conduce al infierno. Luzbel, el más hermoso entre los ángeles y también el más cercano a Dios, empujado -no arrastrado- por su soberbia, quiso subir su trono a la altura del que no tiene a nadie más alto que Él. Fue repudiado, desterrado y castigado. Desde entonces, ahora y por siempre, pena su culpa y hace padecer las de las almas que llegan hasta la oscuridad tenebrosa en la que él se retuerce y ellas sufrirán sin fin; nos dice La Biblia.

Los musulmanes creen que los que no son fieles al Islam serán castigados en el “Yahannam”, un terrible lago de fuego sobre el que pasa el puente que todas las almas deben cruzar para entrar en la “Yanna”, el paraíso; dice El Corán.

Los judíos creen en un lugar de purificación, o de condena, para los malvados: el “Gehena”; instruye La Torá.

El “Naraka” es el lugar de tormento para los impíos que debieron seguir a Buda, pero no lo hicieron; sería el infierno budista. Osiris regía el Reino de los Muertos en el Antiguo Egipto. “Xibalbá” es el infierno de los mayas; “Michtlán”, el de los aztecas; “Helheim”, el de los vikingos; “Uku Pacha”, el de los incas …

Otros, no creen en el infierno. Piensan que después de la muerte no hay nada. No existe un alma que sobreviva al final del cuerpo: cuando nos llega la hora, se acaba el ahora y también el después, porque no lo hay.

Pero hay algunos, y no son pocos, que viven en el infierno antes de saber si, del que unos hablan, existe -según en lo que cada quien crea-. Ya nos lo advirtió el filósofo alemán, ateo convicto y confeso, Arthur Schopenhauer: “Para millones y millones de seres humanos el verdadero infierno es la tierra”. Y lo terrible, aun siéndolo el hecho de que sea así, no es esa incontestable realidad; lo espantoso, lo aterrador, lo demoledor es la causa de la sinrazón por la que esto es así: nosotros.

Alguien, no recuerdo ahora quien fue, dijo: “En el infierno no hay demonios, están todos aquí”. Nosotros, algunos de entre nosotros -no todos, claro- hacen posible lo que nunca debiera dejar de ser imposible.

La crueldad amarrada al ADN que nos confiere la condición humana, se manifiesta como el más sobrecogedor de los fantasmas que pudiesen surgir en un escenario espeluznante y atroz, atrapado en la oscuridad lúgubre de una noche tenebrosa. La pesadilla se convierte en una realidad que, a fuer de siniestra y brutal, se muestra como algo impensable e irreal, muy lejos de la capacidad del humano comprender. Nos hundimos, entonces, en el cieno movedizo que se ahoga en las oscuras profundidades del lóbrego y fétido pantano que nos absorbe. Sentimos los babosos tentáculos de una criatura deforme y monstruosa, que agarran nuestras piernas, nos inmovilizan manos y brazos, se adhieren, pegajosos, a nuestro cuerpo y nos arrastran, sin alternativa alguna ni remedio posible, hasta las insondables simas en las que la maldad es dueña de la esperanza, muñidora del presente y patrona de un pasado ensartado por las perniciosas púas del mal. Traspasamos líneas infranqueables; entramos a un vacío hueco de sentimiento; estamos dónde nunca debiéramos estar. Después… después ya nada será como antes fue.

Sin que sea factible dar con una razón que explique lo inexplicable, el Hombre camina por senderos impracticables para los humanos. Conferimos certeza a lo que jamás debiera figurar entre lo cierto; consentimos lo que, por perverso, siniestro y maligno, nunca debiera ser permitido; concedemos patente de corso a lo que jamás debiéramos admitir que habitase entre nosotros.

Cristianos o budistas, judíos o musulmanes, ateos también; todos esperamos librarnos del infierno: bien cumpliendo con los preceptos, bien procurando no hacer el mal, bien arrepintiéndonos, cuándo lo hemos hecho, y rectificando después, bien engañándonos a nosotros mismos, o bien confiando en que no exista, todo puede valer … o no. Pero hay un infierno del que no nos sabemos librar, un averno que existe para todos, para unos -los que lo padecen-, por activa; y por pasiva -los que lo permiten-, para otros. No está en los Nueve Círculos descritos por Dante, ni en el “Yahannam” de los fieles a Mahoma, ni bajo las arenas de Osiris, ni tampoco en lo más recóndito de la selvas mayas, con “Xibalbá”; el infierno habita entre nosotros, todos los días: del alba al crepúsculo, y las noches enteras después, desde el ocaso hasta el amanecer. Querido, o no, así lo hemos consentido.

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