Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Según la última EPA (Encuesta de Población Activa), el absentismo laboral se halla en máximos, en torno al millón de personas, y ha incrementado su cifra en un 85% desde 2019. Este aumento, tan espectacular, no se debe, sin embargo, a la juventud ociosa y malcriada (caso de que exista), sino a factores menos socorridos a la hora de encontrar culpables. Resulta que tal oleada de absentismo obedece, entre otras, a dos razones fáciles de comprender y aún más fáciles de pasar por alto: el avejentamiento del cuerpo laboral y las magulladuras psíquicas que nos dejó el Covid. Se le vienen a uno a la cabeza los versos de Quevedo, su archisabido salmo XVII: “Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados...”. Pero, claro, advirtamos que cuando don Francisco escribe esto, en 1613, tiene treinta y tres añitos, y es todavía el mayor espadachín del reino. Mientras que nosotros, llenos ya de achaques, parece que hemos cambiado la espada o el bolígrafo por el volante médico.
Sin salir de Quevedo, el poeta escribe que llegó precedido por “el pálido rebaño” de sus enfermedades, cuando se encontraba preso en San Marcos de León. A ciertas alturas de la vida, más allá de la mitad del camino que decía el Dante, uno se halla pastor involuntario y dueño de un ganado que quisiera perder sin conseguirlo. El hecho elemental, a la vista de la EPA, es que los trabajadores españoles son hoy un ejército veterano y algo maltrecho, cuyas dolencias incluyen el mal de la melancolía, las heridas del corazón, tras haber sorteado la pandemia. Es un lugar común de la literatura y la historia situar el nacimiento del hombre moderno en el Decamerón de Boccaccio. Pero no por el erotismo alegre y desvergonzado que ahí se sustancia, sino porque es el ser humano en pelo, en su estrenada y radical soledad, el que viene huyendo de la peste en Florencia y busca refugio en la campiña, después de haber contemplado, con sus ojos mortales, el apocalipsis.
Es este hecho callado, latente, el que más nos sobrecoge. No tanto la fatiga humana que describe Quevedo con altiva y dura solemnidad (“vencida de la edad sentí mi espada”); sino aquel otro rastro que Bécquer, fatigada lira, describe abrasadoramente: “...que hay dolor que al pasar su horrible huella/ graba en el corazón, si no en la frente”.
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