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Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 36. Parte III)

Interior de una sastrería en Savile Row, Londres, el siglo pasado.

Interior de una sastrería en Savile Row, Londres, el siglo pasado.

Antes de comer, Jacobo se sentía intimidado por compartir mesa con aquellas grandes damas, pero cuando observó que los cubiertos eran los mismos que se colocaban en la mesa de las grandes comidas de Farinelli y que él había utilizado muchas veces, se tranquilizó. A pesar de ello, mantenía una postura muy envarada.

–Serénate –le dijo la emperatriz con una sonrisa que enseguida surtió efecto–.

Estaban retirando el primer plato cuando la reina se dirigió a la condesa para decirle:

–Voy a pedirle al emperador que conceda un título a nuestro joven inventor.

Se dirigió a Jacobo:

–¿Qué título te gustaría?

Jacobo se quedó helado.

–¿Un título, Majestad? –preguntó–. No creo que me atreviera a usarlo. Procedo de una familia humilde y me daría vergüenza referirme a mí mismo como marqués o conde… Os lo agradezco de corazón. Como os dije, ya me doy suficientemente pagado por haber servido Su Majestad y, sobre todo, a una madre.

–¿Ves, condesa? Como te dije que nuestro inventor tiene condición de noble. No me importa tu voluntad –dijo con una sonrisa, dirigiéndose a Jacobo–. Es mi deseo que cuando vuelvas a tu tierra no seas menos que el padre de tu amada.

–¿Mi amada? –preguntó Jacobo–. ¿Cómo sabéis que…?

–La condesa Veszprém-Kaposvár me lo ha contado –le interrumpió la emperatriz–. Ese marqués podrá presumir ante ti de la antigüedad de su título español, pero no de su autoridad: el tuyo será válido en un imperio y nueve reinos, pues nueve son los que forman nuestro imperio.

La condesa sonrió. La emperatriz se dirigió a ella para decirle:

–Como te he dicho, condesa, la condición ya la posee. Ahora tienes que dotarle de los modales de un perfecto caballero.

–No me resultará difícil, Majestad. Como decís, tiene esencia de noble, y ya sabemos que el noble nace, pero el caballero se hace. Haré de él el perfecto caballero que me habéis pedido. Creo que necesitaré poco tiempo.

–Pues durante ese tiempo que se traslade a esta casa. Yo debo salir mañana para Viena.

La estancia en el palacio fue muy agradable para Jacobo. Todos los sirvientes parecían haber recibido instrucciones de la emperatriz de que fuera tratado con sumo respeto, pues cada vez que se cruzaba con alguno inclinaba la cabeza a la vez que lo saludaba, igual que hacían ante la condesa.

El palacio se estaba ya terminando de construir. Relucía de sol por el blanco de los mármoles de sus fachadas y se perfilaba sobre el mar, copiándose en el agua. En el jardín, los almeces deliraban floridos de jilgueros.

Cada mañana, Jacobo se reunía con la condesa en una salita habilitada en el palacio como despacho. La condesa trataba los asuntos de la emperatriz detrás de una preciosa mesa estilo Luis XV, lacada en negro, con conteras de plata y aros muy labrados a lo rocaille. Se sentaba en una silla berguere con tapicería bordada en lana con motivos de pájaros y ramos; sobre el asiento, un mullido cojín de terciopelo verde. Junto a la ventana, se habían colocado una silla duchesse y una piecera con respaldo (“En ella se sienta Su Majestad cuando desea que nos reunamos aquí a tratar de asuntos oficiales. Aunque lo normal es que despachemos en su dormitorio… Ya sabes que siempre está fatigada”, explicó la condesa a Jacobo cuando observó cómo miraba admirado aquel sillón espléndido).

En la primera de aquellas reuniones Jacobo advirtió a la condesa de que el pago por la fuente había sido asumido por el conde Veszprém-Kaposvár por lo que nada percibiría por su trabajo en aquel palacio. Ella asintió y respondió: “Así se lo haré saber a Su Majestad”.

La condesa cumplió su promesa y en muy poco tiempo hizo de Jacobo un completo caballero.Nada más sentarse ante ella el primer día le advirtió:

–Como te dije ante Su Majestad, un noble nace, pero un caballero se hace. El primer principio que debes aprender lo dictó un compatriota tuyo, Cervantes: “Un caballero lo es, hasta cuando está solo”. Es muy importante que no lo olvides ni un solo momento de tu vida porque esto es lo que distingue al caballero de verdad del impostor: no hagas cuando estés solo lo que no harías en la presencia de otros.

Después le fue enseñando todo lo relativo al protocolo en la mesa: ordenarla con presidencia a la inglesa o a la francesa; la colocación de platos, cubiertos y copas; el correcto uso de la servilleta… hasta cómo desprenderse de una espina clavada en el paladar o untar las tostadas (“Nunca en el aire, sino sobre el plato”).

Le instruyó también sobre el modo de presentar a las personas; la cortesía con las damas: “Siempre debes dejar a las damas que vayan por delante, salvo que se trate de bajar una escalera o subirse a un coche de una sola puerta”.

Las lecciones terminaron con el vestido. Fueron las más difíciles de retener para Jacobo, que ignoraba que vestir correctamente fuera tan complicado: “El frac y el esmoquin son vestidos para la noche, el chaqué para el día; con el frac y el esmoquin, zapatos oxford de charol con cordones (“aunque a mí me parecen más elegantes las opera pumps”); con el chaqué, oxford bien lustrados…

El caso es que Jacobo aprendió tantas cosas de protocolo que nadie diría que sus modales no los había adquirido en su casa, aunque sí que eran propios de la realeza.

Pero ese tiempo no lo dedicó solo a aprender, sino también a enseñar, ya que estuvo instruyendo a los músicos de palacio sobre la fuente. Cuando Jacobo se marchó, la manejaban ya con tan gran soltura que la voz del príncipe se representaba tan fiel y limpiamente como cuando tocaba él.

Antes de que Jacobo embarcara rumbo a Roma volvió la emperatriz.

–Tu título te ha sido concedido –le dijo con una sonrisa cálida–. A partir de ahora serás “Marqués de Fuentes”. Ya sé que denota poco ingenio, pero lo tuve que improvisar y no se me ocurrió otro que describiera mejor tu arte. Tengo el decreto imperial en algún sitio de mi equipaje.

–Pero, Majestad –respondió Jacobo–, ya os dije que…

–No se debe contradecir a una emperatriz, Jacobo –replicó ella–. ¿No te lo ha enseñado la condesa en estos días?

Jacobo se sintió abochornado. La condesa simuló fruncir el ceño, pero enseguida sonrió. Por la tarde recibió de la emperatriz el decreto; y de la condesa, varias cartas. Como él la miró extrañado, ella le explicó:

–Están dirigidas a John y Peggs, las mejores sastrerías de Londres y, para mí al menos, del mundo; para las camisas, he escrito a Beal & Immand; para tus sombreros, a André & Scott y a Locke; y para los zapatos, a Roberts. Preséntalas a sus encargados y ellos te tendrán ya como uno de sus clientes importantes. Adoran a Su Majestad, la emperatriz, y todos tienen amistad conmigo.

Se despidió de ella agradecido:

–Condesa, nunca la olvidaré.

Ella lo miró afectuosamente y le dijo con una sonrisa.

–Me gustaría que en adelante no me llamaras por mi título, Jacobo, sino por mi nombre… Yo también te recordaré siempre. Has llevado la alegría al corazón de mi señora y eso no lo olvidaré nunca. Lo que me apena es que la presencia de tu ingenio en este palacio será solo temporal. El conde Veszprém-Kaposvár nos dijo que había decidido que cuando su esposa falleciese se destruyera. He recibido la misma orden de Su Majestad.

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