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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 44)

Fotografía de espaldas de una mujer de la época victoriana.

Fotografía de espaldas de una mujer de la época victoriana.

Llevaban ya Jacobo y sus padres casi un mes en la casa de la calle Alquiladores cuando Juana, la antigua amiga de su padre y despedida con él por el marqués, apareció en su despacho para anunciarle:

–Ha llegado una visita.

–¿Una visita, Juana? No he quedado con nadie.

Se cambió el batín de seda azul que vestía por la levita y salió al patio.

Esperando junto a la puerta de la cancela y curioseando los libros de una de las estanterías había una mujer.

–¿En qué puedo servirla?

Ella se dio la vuelta y Jacobo sintió que las piernas se le volvían flojas.

Era Mencía. Mucho más hermosa que como la recordaba. El perfil de su figura había dejado de ser un tallo fino y ahora presentaba líneas de manzana. También su peinado era distinto, había cambiado su melena suelta del color del trigo encerado, por un recogido. Iba vestida con un traje de chaqueta corta y, bajo la falda, botas de montar de caña, acordonadas. “Giovanna se compró en París un modelo igual”, se dijo Jacobo.

La miró fijamente: la nariz curvada, judía, que hacía resaltar la luminosidad de sus ojos azules; la fina línea de su boca y el corte de su barbilla eran una completa, acendrada y ardorosa exaltación de la vida. Le pareció guapísima.

Ella también fijó sus ojos en él. Estaba igual de guapo que entonces, pero tenía una belleza más hecha, más de hombre. Mencía sintió cosas antiguas cuando al sonreír se le formaron a Jacobo aquellos leves orificios en las mejillas. Le hubiera gustado poder decir algo divertido para oír de nuevo aquella risa de campanilla que tan bien conservaba en la memoria.

–Hola, Jacobo –dijo–. Me alegro de volver a verte… La verdad es que ni yo misma lo comprendo, pero me alegro. Me abandonaste sin una palabra de despedida.

–Yo también me alegro mucho de verte, Mencía. Quiero que sepas que no te abandoné sin decirte adiós, sino que me he despedido de ti cien veces por carta. Desde que me marché a Roma, engañado por las mentiras de tu padre, te he escrito una casi cada semana. Jamás tuve contestación.

–Porque ninguna de esas cartas recibí… Pero no es de eso de lo que he venido a hablarte, sino de la bodega de mi padre. Me ha dicho que ya es tuya y que en un mes debemos dejar nuestras tierras, nuestras bodegas, y lo peor de todo, nuestra casa.

–Son veintinueve días más de los que él dio de plazo a mi padre para que abandonara la nuestra.

A ella empezó a arqueársele la ceja izquierda, pero el gesto quedó solo en amago. Respondió:

–No sé de lo que me hablas.

Jacobo le repitió, punto por punto, todo lo que le habían contado sus padres.

Ella fue cambiando el gesto. Todo ese aplomo, esa entereza, ese valor que hasta entonces había exhibido cayó de pronto, como si un rayo hubiera abatido su orgullo de espadaña.

–Después de lo que me has contado no tengo derecho a pedirte lo que me ha traído hasta tu casa.

–¿Qué quieres que haga? –preguntó Jacobo–.

-Libera a mi padre del compromiso que tiene contigo y véndele al conde de Henestrosa los créditos que le has comprado al banco. Ya hemos hablado con él y está dispuesto a reintegrarte todo lo que pagaste y algo más para que obtengas un beneficio.

–¿Por qué me pides eso sabiendo cómo te quiero?

–Tú no lo entenderías. Para mí la bodega es mucho más que mi padre y que yo misma. Es mi estirpe: mis abuelos, mis bisabuelos y todos los de mi sangre. Yo no amo a José, mi prometido, pero mi obligación con el linaje al que pertenezco está por encima de mi voluntad y hasta de mis sentimientos.

–Tengo una solución: cásate conmigo y la bodega seguirá siendo tuya, de tus hijos y de los hijos de tus hijos… de nuestros hijos.

A ella se le oscureció la mirada.

–Ojalá fuera así de sencillo, Jacobo –contestó–. Hay otra cosa que está también por encima de mi voluntad y mis sentimientos: la palabra de honor dada por mi padre. Ahora que no tiene viñas ni bodegas su único patrimonio es su palabra; si falta a ella, es cuando verdaderamente habrá perdido todo… Y además de su palabra está la mía: cuando celebramos la pedida comprometí palabra de matrimonio con José, y en mi familia un compromiso está por encima de todo… incluso del amor. No, Jacobo, lo que me propones no puede ser. Me casaré con José. Ya sabes que te quiero desde que éramos niños… Sé, además, que se trata de un amor verdadero porque ha superado incluso la convicción de que no era correspondido, pero no puedo faltar a mi compromiso. Quizás tú no lo entiendas, pero…

–Sí, Mencía, sí que lo entiendo –contestó Jacobo–. Mi familia carece de nobleza como la tuya, pero he tenido la mejor maestra y conozco el valor de la palabra dada. Precisamente por eso quiero hacerte un juramento.

–¿Un juramento? –respondió ella, sobrecogida por la mirada resuelta de Jacobo–.

–Tus hijos –dijo fijando sus ojos en los de ella– heredarán la bodega de sus abuelos. Recibirán las viñas, las botas y todo el negocio de sus antepasados.

Ella lo miró y no dijo nada. Se acercó a él y fue a darle un beso, pero Jacobo evitó el roce de sus cuerpos. Le cogió ambas manos y las besó. Mencía no se lo esperaba. Cuando salió de la casa, esos besos le seguían quemando las palmas como carbones encendidos.

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