Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 56)

Interior de la catedral de Jerez en un grabado del siglo XIX.

Interior de la catedral de Jerez en un grabado del siglo XIX.

Estaba el tiempo como de rosas acabadas de cortar, fresco y perfumado como ellas. La noche no se había rendido del todo a la claridad del día y las cúpulas de las iglesias mantenían todavía en sus azulejos gotas de luna congelada.

La ciudad dormitaba plácidamente, empapada de la pureza del silencio. Poco a poco, sin embargo, una luz del color de la miel templada empezó a envolverlo todo. Se oyó el arrullo de una paloma, que enseguida fue contestado por otro. A partir de entonces, las calles y plazas se convirtieron en un coloquio de pájaros, de fuentes y de insectos.

La ciudad se despertó definitivamente a la mañana cuando se oyó el pregón del panadero, ofreciendo las grandes teleras que cargaba en serones de esparto sobre su borrico.

Acababan de sonar diez campanadas en el reloj de la torre de la catedral, cuando el reducto de la fachada principal del grandioso templo empezó a llenarse de grupos de mujeres. Se veían también algunos hombres, solo que estos andaban en una vigilancia constante, procurando ocultarse a los conocidos. Por si el intento fallaba, tenían preparada una excusa: “Pues ya ves, aquí acompañando a la parienta, que se ha empeñado en venir a este rollo y en que yo la acompañe. Y, claro, yo, con tal de no escucharla…”.

Todo el mundo andaba ansioso, buscando la esquina, el escalón o la cornisa baja, que le permitiera no perderse un detalle de la boda de la hija del marqués de San Juan de Aliaga.

No fue, sin embargo, hasta pasado el mediodía, cuando empezó a oírse el incesante rumor de las curiosas, que dejaban escapar un “oooh” cada vez que se admiraban de la belleza de una de las invitadas que entraban en la catedral o de la apostura de un caballero. Se oyó el batir de las campanas de la torre mudéjar y las palomas que la tenían como posadero huyeron despavoridas, revoloteando sobre invitados y curiosos.

Todavía no se habían asentado las aves cuando paró una carretela tirada por seis caballos alazanes, enganchados a la larga.

Paró y de él bajaron el hijo del conde de Henestrosa y su madre.

–¡Son Pepito Etiqueta y la condesa! –se oyó desde el espacio que ocupaban los curiosos–.

Un rato después llegó una carretela sopanda, enganchada a la D’Aumont, conducida por postillones, vestidos con gorra, chaqueta corta, pantalones de ante, botas de brillo con vuelta y guantes de piel. En cuanto paró delante de la puerta de la catedral, uno de los criados de a pie que ocupaban los asientos traseros saltó para abrirle la puerta al marqués, vestido de caballero maestrante; el otro, abrió la de Mencía. El marqués dio la vuelta al coche y recogió a su hija.

Una del grupo de chismosas aposentado en la balaustrada de piedra gritó con voz chillona: “Una tórtola casada con un grajo, ¿qué va a salir de ese cruce?”, y se escuchó una carcajada tan sonora que asustó todavía más a las palomas.

Sonaron los acordes del órgano y Mencía entró en la iglesia del brazo de su padre. La luz que entraba por las vidrieras reflejaba las sombras de las azucenas que, en blancos macetones, adornaban las filas de bancos sobre su vestido marfil, salpicándolo de manchas temblorosas.

Mencía caminaba mirando a los invitados, que le devolvían la mirada con una sonrisa. Su cara era, más que facciones, un gesto tenso. Todos lo atribuían a nervios de novia… Todos menos Jacobo que, desde una de las oscuras capillas laterales del templo, se disponía a ver todo sin ser visto por nadie, y sabía la tempestad que sacudía el pecho de su amada.

Dos horas después, Mencía desandaba el camino de los bancos hasta la puerta, solo que ahora daba el brazo a su marido, también vestido de maestrante. Sin embargo, ese uniforme, que hacía parecer noble al marqués, disfrazaba a su yerno de domador de leones.

A la salida, los invitados se arremolinaron alrededor de los novios. En medio de los saludos y felicitaciones Mencía notó en su mano la presión de otra. Sintió un escalofrío y después una ternura tan dulce que se le transmitía a la cara. No hizo nada por rescatarla hasta que la percibió libre.

Cuando la catedral se quedó vacía de gente y el más cotilla de todos los cotillas se marchó a su casa, Jacobo salió de la capilla en dirección a la suya.

Apenas comió y esa tarde únicamente le apetecía pasear solo. Se dirigió hacia las afueras de la ciudad y diseminó su inmensa tristeza por cepas, bardos y linderos. Esa noche no durmió, pensando que en ese momento aquel imbécil estaría acostado junto a Mencía. A fin de cuentas, era su marido… ¡Su marido! La sola idea le dolía. “Lo más probable –se decía– es que esté durmiendo la borrachera del convite, pero más tarde o más temprano se despertará y entonces querrá hacerla suya”.

Se imaginó a Mencía desnuda y a aquel miserable contemplándola, tocándola, encendido de deseo y lujuria. Sintió ganas de levantarse, coger la pistola y dirigirse a la casa que había habilitado el conde de Henesterosa para que su hijo y su nuera vivieran. Treparía por el cierre del piso bajo hasta llegar al balcón principal; por él se colaría en la casa hasta llegar al dormitorio. Allí mismo le descerrajaría un tiro…

Después, que fuera lo que la justicia quisiera, pero seguro que sería menos doloroso que imaginarlo manoseándola.

Con esos pensamientos tortuosos se le pasó la noche.

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