Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 60)

Euterpe, la musa de la música en la mitología griega, por Handmann.

Euterpe, la musa de la música en la mitología griega, por Handmann.

Los días corrían para Jacobo sin sobresaltos. Se hallaba embebido en los asuntos de la bodega, en perfeccionar el sonido de la fuente y en componer nuevas melodías, que don Julián recibía invariablemente con cara de asombro.

–Maravillosa música, Jacobo. Cada una de tus composiciones mejora la anterior, pero, lo que de verdad me sorprende es que todas tengan duende. Hay una musa enamorada de ti –le decía–.

Jacobo sonreía. Don Julián no imaginaba que cada una de aquellas partituras que le entregaba era el fruto, no de una inspiración repentina, sino de muchas horas de trabajo. Admiraba, sin embargo, la sabiduría de su antiguo maestro al afirmar que sus obras estaban dotadas de ese sentimiento extraño e indescriptible que es el duende.

Y es que, por sus lecturas, conocía Jacobo que no pocos musicólogos a la fuente de inspiración del músico la llaman, indistintamente, musa, ángel o duende, como si fueran una misma cosa. Él sabía que no es así, porque cada una de estas fuentes se conduce de manera muy distinta.

Había leído hacía poco un escrito sobre el origen de las ideas en el que se profundizaba en el análisis de cada uno de estos conceptos. Se aseguraba en él que la musa se hace susurro que a veces dicta y a veces sugiere. El músico oye, pero no sabe de dónde le viene la voz; encuentra, pero no sabe de dónde le viene el hallazgo. Enseguida, Jacobo pensó en Giovanni, su compañero en la escuela de Farinelli, que era capaz de componer una preciosa melodía en media hora, y después pasarse dos meses sin ser capaz de escribir una partitura.

Se analizaba después el ángel, afirmándose que actúa siempre de modo impredecible, porque es esencialmente caprichoso. El ángel –venía a decir el autor– guía o regala a su elegido y a éste le basta con dejarse llevar o con recibir. El ángel vuela sobre la cabeza del músico, le derrama su gracia y él, sin necesidad de esfuerzo, compone. Jacobo pensó que Arrigo Brescia, otro de sus compañeros, era un ejemplo de músico con ángel. Sus composiciones eran capaces de arrancar las lágrimas de su auditorio mientras se interpretaban, pero al día siguiente casi nadie era capaz de recordarlas.

La conclusión del autor era que la musa y el ángel vienen de fuera: la musa, repartiendo formas; el ángel, luces.

El artículo terminaba estudiando el duende, considerándolo concepto muy distinto de los otros dos, por ser radicalmente íntimo. Sostenía aquel experto que el duende lo lleva el artista dentro. No guía ni regala ni dicta ni sugiere, sino que se despierta. Pero se despierta –proclamaba en un tono que a Jacobo le parecía más bien melodramático– “hiriendo, socavando, a dentelladas”. Concluía al fin su razonamiento afirmando que cuando un músico interpreta o compone con duende sufre hasta el punto de que le duele de emoción todo el cuerpo.

Si había memorizado el texto era, más que nada, porque sentía perfectamente descrito su estado de ánimo. Si sus composiciones tenían, como afirmaba don Julián, duende era porque su vida de entonces se resolvía en una zozobra, un sinvivir, un tormento, por culpa de su amor por Mencía, que seguía intacto.

Algo más de dos meses después, recibió Jacobo la visita de don Rafael en su despacho.

–Don Jacobo –dijo– he recibido comunicación del juzgado de que se va a celebrar el lunes próximo el juicio contra el marqués, el conde y su hijo, y el sargento. Hace unos días se celebró el juicio de faltas contra María Josefa por el hurto del cuadro. La defendí yo mismo y fijé el valor en ocho pesetas…

–¿Ocho pesetas, y qué dijo el juez?

–Pues sonrió cuando se enteró del valor que yo le había dado al cuadro y dijo: “Mucho título para tan poco escaparate”. El caso es que la condenó a multa de diez días de arresto menor, sustituible por una multa de seis pesetas. Ella eligió el arresto, pero yo dije que se pagaría la multa y al día siguiente la aboné.

–Le reintegraré esa cantidad ahora mismo –respondió Jacobo–. A fin de cuentas, fui yo quien facilitó el delito y no va a ser usted quien sufra las consecuencias.

–De ninguna manera. La alegría que me dio ver la cara de esos cuatro cuando los acusó en el juicio paga sobradamente esa cantidad… Pero volvamos a lo que venía, el caso es que está usted citado como testigo.

–¿No hay manera de librarse, don Rafael? –preguntó Jacobo–. Para mí no es agradable y, además, ya tengo olvidado ese episodio de mi vida.

–No, no es posible. El fiscal ha pedido su testimonio y no creo que quiera renunciar a él, pero, por si le resulta más pasable el mal trago, yo le acompañaré.

Jacobo estuvo poco tiempo declarando. La sentencia se dictó diez días después y en ella se condenaba al marqués y al conde por delitos de acusación y denuncia falsa a penas que sumaban cuatro años de prisión; y al sargento, por los mismos delitos y otro de ocultación de documentos y de detención ilegal, a una pena de diez años en total y multa de mil pesetas.

El hijo del conde fue absuelto de todos los delitos porque los otros acusados se pusieron de acuerdo para negar que conociera el plan. Cuando le notificaron la sentencia se emborrachó para celebrar lo bien que había salido para él el juicio, olvidando las consecuencias que había tenido para su suegro… y para su padre.

Los abogados de los acusados llegaron a un acuerdo con el fiscal, a quien las penas le parecían demasiado benévolas, para que no recurriera la sentencia, comprometiéndose ellos a no hacerlo tampoco. En unos pocos días, los condenados entraron en prisión.

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