Programación Guía de la Feria de Jerez 2024

Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Las apariencias importan... Por eso engañan

Ya nos lo advierte nuestro sabio refranero, nunca valorado lo suficiente. Más, importan porque se ha extraviado, por completo, el sentido de lo auténtico, es decir: se confunde, las más de las veces con aviesa intención, en lo que merece la pena emplearse a sangre, sudor y lágrimas, y en lo que no; y me refiero ahora, al culto frenético de la vanidad al que parece haberse entregado nuestra sociedad, al menos el 97,77 por ciento de la misma, porcentaje que, según mis generosos cálculos, vive atenazada por la opinión ajena sobre sus arrastradas existencias, obsesionada por tener más que lo que el vecino aparenta tener, o esclavizada por llegar “más lejos” de lo que el prójimo se jacta de haber llegado; presa, por tanto, y encadenada por consiguiente, al peor de los vicios: la envidia.

El más ladino de los desvaríos, sí, porque lleva la penitencia, y la pena, en el pecado mismo. Porque no busca la propia realización, si no la no realización, cuando no la desgracia, ajena, razón por la que jamás, el que de envidia padece, hallará posibilidad en alcanzarse como persona ni consuelo en el poco probable caso de lograrlo; puesto que existe, sólo, para contemplarse en espejos en los que no le es dado reflejarse. Su pretendido, y confundido, “bienestar” descansa en la aviesa superación del bienestar del prójimo, no en la que debiese intentar para sí mismo. Más que penosa, que también, estúpida condición la del que así siente.

Viven, los de enfermiza búsqueda de apariencia aquejados, de cara a una galería a la que no importa más que lo que a ella concierne. Se condicionan actitudes en base a lo que los demás, siempre los demás, puedan opinar respecto de ellas; se dice, escribe, incluso se piensa -el que lo hiciese-, para obtener el beneplácito de personas por completo extrañas a lo que nos fuese conveniente o no; es una vida comunitaria vuelta del revés, de espaldas a los principios que, de muchos distintos modos, en múltiples ocasiones, y en las más dispares circunstancias, han demostrado ser muy capaces de mostrarnos el único camino para llegar a conseguir las metas que nos compensarán con el mayor o menor disfrute, pero gozo al fin, en la vida que se nos ha regalado.

Importa, mucho y en exceso, lo que “se dice”. Es como si del primero de los mandamientos se tratase. Volcados en la búsqueda de una apariencia que nos “sitúe” por encima de los que queremos pensar inferiores, relegamos, cuando no prescindimos u olvidamos, el que si resulta ser el primero de los mandamientos imprescindible para llegar a ser algo más que personajes despersonalizados, pedazos de masa -por definición- impersonal: es en nosotros, y sólo aquí, dónde aguardan las respuestas a nuestras más íntimas inquietudes, entre ellas: ser uno mismo en el mundo que nos es accesible, porque todo comienza y termina en nosotros mismos: somos origen, causa y efecto de lo que nos vaya a ocurrir en nuestras vidas, también de que estas -nuestras vidas- lo sean, y no mero transcurrir desdibujados en un tiempo que nos supera y determina. Los demás… los demás están, ¡cómo no!, ahí … o allí, o más allá: se les quiere, se les ama, se les respeta… ; o se les aborrece, ignora o desprecia, siempre desde la persona que hemos de conseguir llegar a ser, pero, en cualquier caso, son seres con los que compartimos el mundo en el que somos, más no son el mundo en el que somos, este dependerá, para mejor o peor, de lo que, nosotros y sólo nosotros, decidamos, o no, hacer en, con y de él.

Al concentrar energías, deseos y ambiciones en ir tras la superación del vecino “per se”, osease: por la exclusiva “razón” de situarnos por encima de quien comparte nuestro entorno, nos rodea, o pasa de manera ocasional por nuestra vida, alteramos el rumbo que nos indica como adecuado la brújula por la que nos debiéramos guiar. El resultado no puede ser otro que el fracaso más rotundo, por ende, trágico y demoledor; sin alternativa posible que se muestre al alcance.

Si las apariencias engañan es porque lo que parece, lo que se exterioriza, lo que se deja ver, no se corresponde con lo que en verdad es, con lo que habita en lo más íntimo que somos, con la raíz que debiera ser origen del brote. Lo aparente, entonces, no es consecuencia de lo subyacente. Cuando se da tamaño desajuste, se empuja, de modo inexorable, al abismo que nos coloca al otro lado de lo razonable, lo modesto, lo auténtico, lo leal.

Muchos más motivos se podrían detallar para convencer al incrédulo, al estúpido no es factible, entre los muchos que pudiese haber y los ya dados, aunque sólo uno más voy a ofrecer -limitación de espacio obliga-. Observen que las posesiones, cargos, honores, o fastos que el constreñido por la envidia pretende superar, a costa casi de cualquier persona o cosa que se le pudiese interponer, para “ser más, tener más, o llegar más lejos que…”, son, en la mayor parte de las ocasiones, apariencias y nada más que apariencias; quiero decir que no se corresponden con exactitud ni a la cantidad ni a la intensidad ni a la magnificencia o dignidad que los desgraciados opositores a “estar por encima” del que, bien o mal, conocen, suponen. De modo que, además de echar a perder sus vidas tras mezquindades sólo al alcance del mediocre, persiguen fantasmas, certezas fingidas, supuestas realidades, apariencias que engañan, pero que, de modo incomprensible, son lo que a ellos más importa.

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