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Literatura

Mauricio Gil Cano

Un brindis con José Lupiáñez

Las formas del enigma. Las formas del enigma.

Las formas del enigma.

Libro proteico, realizado a contracorriente, de cuidadísima expresión y esmerada arquitectura, potente y caudaloso de imágenes, que da cabida a la narratividad, pero también a la reflexión trascendente, Las formas del enigma (Barcelona: Ediciones Carena, 2021) nos muestra a un José Lupiáñez (La Línea, Cádiz, 1955) pleno de experiencias vitales, que indaga sobre el misterio de la existencia y aguarda la revelación: “Que la palabra sea hoguera,/ que arda hacia adentro, en lo hondo;/ que tu palabra prefiera/ llegar al fondo”. Parecen poemas escritos con sangre. A veces, evocan presencias literarias, como los homenajes a Juan Bernier o a Mijail Bulgakov, entre otras figuras de marcada heterodoxia, y siempre remiten a lo vivido. El poeta observa «con pasmo la inmensidad de todo», adivina en el mar el rugido de la muerte y, sin renunciar a su fascinación por la sensualidad, asoma su desgarro a la encrucijada para seguir el rastro de lo eterno, con aquella certeza que cita de Dámaso Alonso: «es un verso la vida donde nada se tacha».

El autor ha tomado conciencia de la lepra que a todo mortal pudre: ­«soy un hombre que, en vida, ya se va deshaciendo». Mas aún sueña auroras y marinas, profiere carnales osadías contra el olvido y enmudece ante el «gran enigma de dos cuerpos desnudos sobre un lecho». Hay una mirada retrospectiva en la promiscua musicalidad de estos versos, «porque el tiempo se escapa/ y el tic tac del reloj arrincona los sueños». Persiste esa admiración explícita por la belleza femenina, tan propia de Lupiáñez: «Tú me llevas, Morgana, hasta el confín que antojes». En este sentido, cabría destacar el «Romance de la bella ante el espejo», escrito, como se nos indica entre paréntesis, de una manera lorquiana: «Qué espalda, Dios, y qué grupa,/ qué piernas y qué tobillos,/ donde cantan las ajorcas/ de los locos desvaríos». Es el hecho amoroso motivo preferente de la voz lírica y relato central de su cosmogonía: «un Adán y una Eva/ transformados en ascuas». Como en la tesitura aleixandrina de la destrucción o el amor, el poeta culmina entonando su plegaria: “sálvame,/ sálvanos de este horror que ha ideado la nada tiránica».

El volumen consta de siete partes —número cabalístico que denota plenitud—. La primera, la central y la última, constituidas por un solo poema, mientras las otras cuatro acogen doce piezas cada una, por lo que podríamos hablar también de las cifras del enigma. Son páginas de prodigiosa riqueza formal, con diversidad de metros, poemas extensos y también breves, incluso algunos sonetos. El séptimo apartado, «El ausente», viene precedido de una cita del vate bohemio Emilio Carrere, indagatoria de la ultratumba, pero su comienzo es réplica a Quevedo: «¡Ah de lo eterno!, dime, di, responde…».

José Lupiáñez vivió en Jerez en la década de los 80, cuando impartía clases de Lengua y Literatura en el Instituto Asta Regia. A sus amigos de Jerez Juan Cienfuegos, José López Romero y el autor de este artículo dedica un libro tan extraordinario. Mi agradecimiento es mayor, por cuanto incluye en la sección sexta, “El rastro de lo eterno”, el poema titulado “Al poeta Mauricio Gil Cano (En la noche del mundo)”. Hace alusión a mi último poemario y termina con el siguiente cuarteto: “Mauricio, amigo mío, ahora sólo quisiera/ beber en tu bodega un vino de verdad;/ sin tasa, sin medida, sin tiempo, sin piedad/ y alojarme En la noche del mundo, a tu manera?. Por José Lupiáñez y su plenitud poética levanto en brindis mi copa de oloroso.

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