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Relatos de verano

Jorge Duarte

En busca de la iluminación (III)

Resumen de lo publicado. Zacarías, con sólo 18 años, decide abandonar la casa de sus padres para recluirse en un templo budista por un tiempo. El abad del monasterio descubre que la mayor parte de su confusión existencial proviene del temor a que su familia, muy conservadora, descubra que es gay. Por ello, le insta a que, antes de ingresar, se sincere con su familia al respecto. Durante la celebración de su cumpleaños, estando toda la familia reunida, se estruja el cerebro para dar con la forma más idónea de soltar “la bomba”, pero en cada opción imagina las reacciones más desastrosas y burlescas.

ues… –articularía mi madre, sonrojándose como la bombilla de un prostíbulo.

–¡A que eres maricón del culo! –sentenciaría a grandes voces mi abuelo tras dar un más que enérgico bastonazo contra la mesa, rompiendo toda la vajilla que tuviera por delante.

–¡De ti hago yo un hombre ahora mismo! –bramaría, todo encolerizado, mi padre–. Cogería la botella de Jack Daniel’s y se apresuraría a enchufarla a mi garganta, y, sin dejarme respirar siquiera, volcaría su contenido sobre mi estómago hasta que no quedara ni una gota del árido güisqui. A continuación haría acopio de un buen puñado de guindillas y me obligaría a tragármelas de una vez, tras lo cual afirmaría tajantemente: –Si escondías alguna mujer ahí dentro, te aseguro que se ha largado cagando leches. 

–Bien hecho, padre –aplaudiría mi hermano el cura, quien, sacando un habano de debajo de la sotana, esperaría pacientemente a que dejara de vomitar güisqui y sangre para encajarlo entre mis labios y encenderlo con expresión paternalista–. –Traga el humo bien dentro, como los machotes de pelo en pecho, verás cómo se te acaban todas esas tonterías de psicólogos –Y me daría una concluyente palmotada entre los omóplatos que me haría escupir el cigarro a varios metros y toser como si tuviera bronquitis aguda.

–Sujetadlo bien y abridle la boca –ordenaría mi madre volviendo de la cocina con un bote de Tabasco en una mano y un embudo en la otra–, al niño lo enderezo yo ahora mismo –e introduciría el pitorro del embudo en mi boca y…

Descartado. No me hacía gracia el güisqui, el picante y menos aún los puros.

Agotada mi imaginación decidí pasar a la acción directamente y de la forma que siempre actuaba cada vez que quería comunicar algo delicado a mi padre. Utilizaría a mi madre como intermediaria.

Aproveché uno de sus muchos viajes a la cocina para abordarla en la intimidad.

–Mamá –dije, una vez solos en la cocina–, imagino que lo que te voy a decir ya lo barruntabas desde que soy niño. El caso es que siento cierta atracción hacia los de mi sexo. Totó y yo somos novios. Después de meditar sobre el particular durante un tiempo, he decidido sincerarme con papá, pero para eso necesito tu ayuda, pues no encuentro la manera ni el momento de hacerlo. Ya lo conoces, es un poco clásico para estas cosas. ¿Cómo lo ves, mamá? 

–A mí me parece estupendo, hijo. Es bueno aceptar nuestra condición sexual, sea cual sea, cuanto antes. Y si tú eres feliz, yo también. Déjame que hable antes con tu padre. Te aseguro que lo entenderá. Ve al comedor, ahora voy yo –hablaba mecánicamente, como una máquina de tabaco, y su mirada apuntaba al infinito.

–Gracias, mamá. ¡Qué haría sin ti! –respondí todo desahogado.

Fui a darle un beso, pero mi madre lo evitó retirando la cabeza bruscamente. Su rostro se había teñido de color granate, como el culo de un mandril. También recuerdo que le surgió un tic en el ojo derecho que lo hacía temblequear con cierta viveza. No le di demasiada importancia a su repentina tirantez, lo raro habría sido que hubiera dado saltos de alegría, aunque me extrañó que sus complacientes palabras no se conciliaran en absoluto con su apariencia o lenguaje no verbal.

Recuerdo que me senté a la mesa feliz por lo bien que se habían desarrollado los prolegómenos de mi plan. Mi madre volvió al minuto. Empero, en vez de retornar a su sitio, frenó justo a la diestra de mi padre, quien se encontraba en medio de una de sus anécdotas militares, reviró extrañamente la mirada y, levantando un enorme cuchillo que había estado ocultando tras su espalda, de esos que llaman cebollero, lo clavó justo encima de su plato, destrozándolo por completo.

Mi madre, entonces, convertida en el centro de atención de toda la mesa, vociferó hecha un basilisco:

–Tu hijo es jibia perdida! Esto hay que arreglarlo ahora mismo.

Mi padre no reaccionó de inmediato. Se quedó tieso como el pene de Superman con sobredosis de Viagra. Miraba el cuchillo con los ojos salidos de sus órbitas y la boca semiabierta, de la cual salía baba en abundancia, chorreándole por la barbilla como si hubiera sufrido un grave ictus cerebral. La habitación estaba inmersa en un silencio espeso. Sólo se podía oír el tenue aunque persistente temblor del mango del cebollero, el cual, como si del cascabel de una serpiente se tratase, parecía querer perpetuar su merecido protagonismo hasta el infinito.

Después de un par de minutos o así, mi padre volvió a la realidad. Se levantó bruscamente y, encarándose a mi pobre madre, gritó:

–¿Cómo te atreves a hablar así de tu hijo el día de su cumpleaños? No voy a consentir que en esta casa…

–¡Di que no es cierto lo que ha dicho tu madre! –le interrumpió mi abuelo de un vozarrón, mientras sostenía el bastón en ristre sobre mi cabeza–, porque como haya algo de verdad en sus palabras te rompo el cráneo.

–Vamos, abuelo, ¿quién puede  tragarse que soy marica? —respondí en un paroxismo de cobardía–. –Mamá se lo acaba de inventar.

–¡Eres una arpía, mentirosa! –gritó mi padre a mi madre, fuera de sí por completo. Y le arreó una contundente bofetada que la tumbó en el suelo, justo encima del gato, quien soltó un maullido estremecedor seguido de un silencio ciertamente inquietante.

–¡¡No vuelvas a pegarle, maltratador!! –grité, encarándome a mi padre, a lo que añadí: –¿Y qué pasa si soy maricón, eh, y qué pollas pasa?

–¿Y qué pasa, dices? –replicó con ojos de loco–. Pues ahora mismo te lo digo.

Se quitó el cinturón y empezó a azotarme por el lado de la hebilla, reservada para las grandes ocasiones. Me tiré al suelo y, encogido como una cochinilla, protegí mi cabeza con los brazos sin dejar de lloriquear. Mi hermano el cura volcó un frasco de agua bendita sobre mi cabeza y se puso a rezar a viva voz con la mirada  extasiada y dirigida a la lámpara del techo. Totó, toda histérica, agarró del cabello de mi padre y zarandeó su cabeza con inusitada violencia, golpeándola contra la mesa repetidas veces.

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