El agua es uno de los mayores enemigos para una cofradía en la calle. El viento, desluce un cortejo y le resta la gracia a un paso de palio. El fuego, ni nombrarlo. Letal si hace acto de aparición y no se llega a tiempo.

Pero el agua de la lluvia es la moneda de cambio de la mayoría de las semanas santas que hemos vivido. Dicen los que entienden del tiempo que es el cambio de la Luna. Del ciclo de la entrada de la estación de la primavera. En definitiva, un capítulo que casi siempre está como una espada de Damocles sobre la cabeza de los cofrades.

Hemos visto lluvias todos los días de la Semana Santa. Hasta hace poco, siempre se decía que el Miércoles Santo era un día tocado por los cielos y que apenas quedaban recuerdos de mojadas en esta jornada. Pero la realidad es muy tozuda y desde hace unos años para acá ha llovido en este día y se han mojado los pasos y ni tan siquiera han salido las cofradías por la amenaza de la lluvia. Sin ir más lejos, el pasado año.

Por otro lado, hemos también tenido que asistir a mojadas de todos los tipos. De pequeña llovizna que apenas ha afectado a las hermandades en la calle y a grandes mojadas en las diferentes. De negro o de capa.

En estos días que hemos vivido de bendita lluvia, tan necesaria para el campo y para nuestra supervivencia, he recordado los años de precipitaciones y de cofradías. Y la reflexión que saco es precisamente esa: que nadie está exento de ella. Y que cualquier hermandad puede verse sorprendida por la incidencia meteorológica. La lluvia nos hace iguales a todos. Tanto a las cofradías que llevan cuadrillas y capataces estrellas o bandas de El Cuervo para arriba como las que son más humildes y apenas llegan para comprar las flores y pagar una banda de bajo presupuesto. Bendita lluvia muchas veces. Aunque siempre pensando en que si ha de llover que lo haga antes del Viernes de Dolores y después del Domingo de Resurrección.