Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
En su interesantísimo y luminoso libro Flow. Una psicología de la felicidad, Mihály Csíkszentmihályi (este endiablado apellido se pronuncia, por si quieren intentarlo, como Chícsenmihai) habla de un peculiar pueblo que habita o habitaba las tierras canadienses de la Columbia Británica. Su principal rareza era su principal costumbre, quizás la más importante de todas las que practicaban: cada veinticinco o treinta años cambiaban de lugar. Desmantelaban sus casas, recogían su ganado, abandonaban sus cultivos y sus ríos, y buscaban otro sitio en el que asentarse.
Entiendo que les parezca una locura, pero todo ello tiene un porqué, y uno bastante interesante. Gracias a esta gran renuncia, todo el pueblo se veía obligado a buscar un nuevo sustento, a encontrar un nuevo hogar, y en el proceso volver a distinguir las buenas tierras, los ríos más cargados de peces, los mejores pastos para sus bestias. El cielo y la tierra cambiaban, y con ellos las montañas, los rumores del viento, tal vez los aromas y matices de la luz. La vida empezaba de nuevo, radicalmente, y esa búsqueda no sólo daba al pueblo una oportunidad para renovarse desde su raíz, sino también un propósito para cada uno de sus miembros.
Este ejemplo lo traía a colación el psicólogo húngaro-estadounidense por la importancia que las metas tienen en una vida feliz. Y es algo que conecta conmigo. Quien me conozca sabe que estoy constantemente aprendiendo algo nuevo. Tengo loco al algoritmo de Youtube: ayer me interesaba por la influencia de los tipos de interés en las hipotecas, hoy por la clasificación de los vinos de Burdeos, mañana por los paralelismos y contrastes entre las vidas de Demóstenes y Cicerón, al otro por las locas aventuras de Christopher Eubanks en Wimbledon.
Creo que mi voraz curiosidad participa en cierto modo de un esprit du temps de ritmo alocado, por el que no hallamos cobijo permanente en nada. Tenemos nuestros gustos, nuestras relaciones, nuestros ambientes, y al mismo tiempo todo parecemos conservarlo muy poco tiempo. Todo cambia, todo está cambiando, todo cambiará: los precios, los móviles, los coches, las parejas, la sanidad, la juventud, las identidades, las certezas.
No tenemos tiempo o no nos damos tiempo para asentarnos y buscar los ríos, la hierba, los montes, las estrellas, a nosotros mismos. Lo peor de no dejar de moverse es que uno no sabe a dónde va, y cuando uno lo advierte, ya es muchas veces demasiado tarde. Tal vez nosotros somos el reverso de aquel pueblo de sedentarios nómadas y lo que necesitemos sea, al menos cada treinta años, parar.
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