Jerez, ahora y en la hora del fallecimiento de Vicente Cudeiro

Vicente Cudeiro González, fallecido el pasado miércoles.
Vicente Cudeiro González, fallecido el pasado miércoles.

10 de febrero 2025 - 02:21

No sonreía exclusivamente con la comisura de los labios: también con el guiño de la intención. La piel blanca, como su hábito. La mirada expresiva, como una confesión en penumbra. Hombre dado al pensamiento. Y al humanismo cristiano. Habitaba los extensores de la introspección. Parecía tímido. Y lo era a medias. Su timbre de voz no chirriaba. Siempre cultivó un castellano recio. Ortodoxo en la semántica. Con sucesión de frases entretejidas por el orden consustancial al Laudare, Benedicere, Pradicare. La enseñanza de la Filosofía fue su cruz y su gloria. Cuarenta años de docencia. Vicente Cudeiro González era, nunca mejor dicho, un libro abierto. Persona íntegra que no quiso renegar ni a las duras ni a las maduras de sus principios. De andares despaciosos. Parecía moverse como envuelto por un filtro de transparencia. Reacio a la robótica del autobombo. Si asistía, en calidad de público, a alguna ponencia, verbigracia una sesión de la Academia, tomaba asiento como camuflado entre la concurrencia.

El recogimiento de las plantas altas del convento de Santo Domingo era su hábitat natural. Escribía a destajo, retando la medida del tiempo: incansable mientras tecleaba obras tales ‘Mística dominicana. Vivencia, doctrina e influencia’ o, altamente recomendable -ninguna frase tiene desperdicio- ‘La finalidad en la naturaleza: Un debate con Nicolás Hartmann’, editado por la Universidad Pontificia de Salamanca. La fe de los dominicos también con sangre entra. Vicente publicó varios libros, cuyas páginas desprendían la sagrada cátedra de quien permanece cosido al Evangelio. Puro Juan Tauler: “No son pocos los que quieren ser testigos del Señor de la paz, mientras todo les va conforme a sus deseos. Quieren de buena gana ser santos, pero sin trabajo, sin tedio, sin tribulaciones, sin perjuicios. Desean, pues, conocer a Dios, saborearlo, sentirlo, pero sin amargura”.

Vicente Cudeiro atesoraba el carisma (dominico) del predicador que deslumbra sin apenas inmutarse. Vivía según la divisa de santo Tomas de Aquino: contemplata aliis tradere. Este ‘comunicar a los demás lo contemplado’ estuvo grabado a fuego en el quehacer evangelizador de quien anduvo por la ciudad como de puntillas. Silencioso hasta así no iniciara -por lo común, a voluntad- la profundidad -hacia afuera, como un aspersor de doctrina carente de epítetos- de la conversación a dos (y en compañía de nadie). Porque, en el principio, ya existía el Verbo. Tuve la fortuna de conservar una estrecha amistad con Vicente -de hecho fue uno de los sacerdotes que presidieron el altar de San Marcos el inolvidable día de mi enlace matrimonial-. Ya por entonces también éramos compañeros de la Real Academia de San Dionisio. Siempre se honró de pertenecer a la institución entonces presidida por Joaquín Ortiz Tardío. Cuando su infatigable y laboriosa disciplina en el ejercicio del estudio y la escritura hallaba a contracorriente el hueco libre de los martes tarde… solía escaparse, como hoja otoñal de la rama más frondosa, a la sede social de la Academia.

En Jerez encontró acomodo para su aspiración casi monacal. Tendía a la concentración -no parcelaria- del ora et labora. A Dios rogando y con el mazo dando. Jamás se tumbó a la bartola. Su cuarto de trabajo sostenía un espacio en diminutivo y una creatividad en aumentativo. A la espiritualidad por la cultura. En los salones recibidores de Santo Domingo mantuve fecundos diálogos con tan admirado predicador. Me recibía con la yema de los dedos aún señaladas por el alfabeto de un teclado del ordenador que, a su recaudo, sonaba a música celestial. Una vez ambos acomodados sobre mullidos butacones, pronto Vicente daba rienda suelta a sus reflexiones tan bañadas en el predicamento de Enrique Susón. Fue un seguidor entusiasta de las sendas Catalinas, las santas de Siena y la de Ricci. A san Martín de Porres lo sostuvo, de la cuna a la sepultura, en el altar derecho de su corazón. Vicente hablaba por largo de san Alberto Magno y de santa Rosa de Lima. Reía con ecos de susurros.

Vicente vino al mundo el 21 de marzo de 1933, en una pequeña parroquia del municipio ourensano de A Peroxa, San Martiño de Vilarrubín. El menor de ocho hermanos y el único que dedicara su vida a -digámoslo así- una vocación que descubrió por efecto carambola, por esos atajos que conceden las carreteras secundarias de la casualidad: habida cuanta su mejor amigo del pueblo marchó a estudiar al Seminario Menor de Almagro, sito en Ciudad Real, decidió seguir sus pasos -contaba 14 años- y así no añorar la cercanía de una amistad tan cabal y fructífera. Realizó el noviciado en Granada: allí, con tan sólo 34 años, ya sería prior de una comunidad y comenzó la andadura como docente de Filosofía, a tenor de su preparación académica: Doctor en Filosofía y licenciado en Teología por la Universidad de Friburgo. Como bien conoce el lector, pasaría sus últimos años en activo Jerez adentro, en nuestro convento dominico. Falleció Vicente el pasado miércoles en una residencia que la Orden de Santo Domingo mantiene en la valenciana localidad de Torrent. Fue un hombre libre que siempre respetó a los demás. Como él mismo dijo, “hay que confrontar las dos visiones del mundo, el que es pagano es pagano y el que es cristiano es cristiano, pero todos pueden profundizar en la esencia de las cosas naturales”.

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