Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
¿Por qué la Hermandad de la Borriquita se ha llevado este año la palma de las zambombas jerezanas?
Me pregunto si la muerte cabe en una palabra. La de un amigo… ni por asomo. Porque la muerte es resbaladiza y expansiva, como el grito de una sombra que no pertenece a nadie. Como el zumbido de una oquedad. Como el crujido de la madera cuando el fuego del dolor adopta la postura de cúbito. Como la hora nona de la insoportable levedad del ser. Como la contradanza de una biografía con final abierto. Como el llanto que germina según el eje de abscisas y ordenadas del lagrimal. Como una nostalgia que se desparrama hecha trizas. Como una voz -caracolera o radiofónica o paternal, ¡qué más da!- atenuada por el diapasón inverosímil del factor sorpresa. De la muerte no podemos asegurar a pies juntillas que quien la lleva… la entiende. Porque la Parca -que cabalga por el aire como el diablo cojuelo sobre los tejados- no admite entendimiento en su compaña. La muerte es huidiza cuando ya ha hecho de la suyas. Mientras tanto, en el ínterin de su advenimiento, acecha a tientas, como disfrazada por la invisibilidad de su incertidumbre.
La muerte acaba de cebarse con Jerez. Ha faenado a la ligera para hacer triplete. La muerte actúa a capricho según la dual normativa que se impone como método selectivo: ora atendiendo a la comprensible ley de vida, ora sacudiendo la incompresible anormalidad de la contra natura. Edad avanzada, ley de vida. Corta edad, contra natura. Tres muertes tres (otro día hablaré de Juan Ignacio López), como un cartel con estribaciones de sangre y arena, ha teñido de luto este ecuador del mes de julio. Hay un lamento por carcelera en la morfología racial del barrio de Santiago. Joselete Zarzana Quirós era, lorquianamente, moreno de verde luna, camborio de andar “despacio y garboso”. Sus rizos, negros como la noche sin coto, caracoleaban la elegancia de quien siempre fue jerezano a carta cabal. Madrugones que preconizaban un cruce de cuchillos afilando el corte del pescado fresco. En la Plaza de Abastos era faraón del don de gentes.
Joselete se daba a querer. Su capacidad afectiva siempre sobrepasaba con creces el mínimo común denominador de un cariño generoso y de veras sensible… Recuerdo ahora la sonrisa siempre inalterable de la mujer de su alma, su esposa Lola Ortega, acogiéndote con amor maternal cuando visitabas su hogar de la calle Ponce… La sensibilidad de Joselete ha sido heredada por sus hijos. Cultura y profundidad en la concepción -tan bañada en aforismos existenciales- de la vida. Carmen, Luis, Inma, Maribel y José –‘Kukone’ para sus compañeros lasalianos- observan y atinan a ver más allá de lo puramente visible. Galanura -finura, delicadeza-: los cinco demuestran cuán benditas son las ramas que al tronco salen. Sé que Joselete, como padrazo que fue, sigue vivo en la estela y en la conducta de sus niños…
Como jarro de agua fría. Qué pronto -¡me cachis!- y qué joven se nos ha ido nuestro amigo Javi. Javier Mateos Arizón. No ha mucho charlamos por largo -copas de jerez de por medio- Alberto Villagrán, él y yo. El encuentro, en el Camioncito, fue causal y no casual. Nos reímos por largo rememorando las hazañas infantiles de nuestra época y nuestra épica en el colegio La Salle Buen Pastor. Cada cual evidenciaba una memoria fotográfica muy del gusto del resto de contertulios. ¡Qué gran persona, Javi! Padre de familia numerosa -a la que adoraba-, apenas 52 años a sus espaldas. Con una simpatía arrolladora. De niño, inquieto e incluso travieso siempre dentro de una magnanimidad fuera de toda duda. De adulto, fraterno, currante, tan afable, tan cercano… ¿Por quién doblan hoy las campanas de la memoria del colegio la Salle en la esquina del patio techado? ¡Cuídanos, desde las marismas del cielo, querido Javi!
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