La expresión que encabeza, habitual hoy en el argumentario político, tiene tan larga tradición como escaso sentido. No atiende, por otra parte, a colores: se la hemos oído a Trump y a Obama, a la derecha liberal o ultramontana y a la izquierda de toda época y país, marxista o no, como aval inapelable de sus respectivas verdades. Hasta Torra, ese simulacro de presidente, justifica el disparate catalán en la convicción de circular por la vertiente correcta de la Historia.

Si nos fijamos, contiene bastante más voluntarismo que sustancia. Así, determinar qué es lo correcto -y, aún más, qué va a acabar siendo lo correcto- no es cosa que uno pueda sentenciar en función de su conveniencia. Los procesos históricos son cambiantes, no transitan por una línea perpetuamente coherente y, desde luego, jamás están a salvo de regresiones. En ese sentido, autoafirmarse en el carril bueno no pasa de augurio simplista e iluso que se cumplirá o no. Algo semejante ocurre con la apelación a la Historia: ésta, por definición, se refiere siempre al pasado. Nada tiene que ver, pues, con el presente ni con el mañana. No está en manos de sus actores actuales el invocar sus futuros dictámenes como fundamento indiscutible de idea ninguna. A saber que terminará diciendo de ellas. Al cabo, el segmento realmente peligroso de tan utilizado tic verbal tiene que ver con la subdivisión de cuanto acontece en bandos y lados: quien esto proclama da por supuesto que el mundo está irremediablemente dividido en ortodoxos y heterodoxos, en héroes y traidores. Desvela de este modo temibles pulsiones supremacistas: una patrimonialización de la verdad que niega el formidable valor de la duda e imposibilita el diálogo. Sentirse en el lado correcto de la Historia es tanto como erigirse en Juez Supremo que ve, desde su supuesta omnisciencia, la dirección y el significado de los hechos históricos. Con fe de fanáticos, donde los demás sólo apreciamos dudas e incertidumbre, ellos aseguran portar la luz monopolizada de la razón.

A uno, que vive constantemente en el alambre, le parece un recurso endeble y fullero. Yo no puedo, ni quiero, reconocerme en superior vía alguna. Me basta con estar en paz con mi conciencia, con procurar espacios de encuentro y con no añadir dolor al dolor ajeno. De lo otro, del juicio posterior que merezcan mis actos, lo ignoro todo; y, si me apuran, en nada inquieta o anima al fatigoso y vacilante afán de mis días.

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