Llevo más de cuarenta años aprendiendo de ella. Y sigo. Cuando menos lo espero, María del Monte me da una lección, otra lección. Cuando éramos casi unas niñas y yo me consideraba heroína del riesgo –por vivir sola con menos de veinte años, cambiar de ciudad y elegir un oficio nada familiar– ella convenció a sus padres de que cantar era una asignatura más de sus clases de medicina y que la acompañaran felicísimos en sus recitales y en los bolos, siempre con su inseparable hermano Antonio como escudero. Doctora se hizo, también en la especialidad de sanar recetando canciones. Pocos años después mis amigas más modernas con crestas azules y pendientes en nariz bailaban su Cántame como un himno, aunque no hubieran pisado jamás la Feria de Sevilla y aún menos las arenosas calles de El Rocío. Los escenarios –todos– eran suyos. Y entonces se le ofreció un charco en que meterse –mea culpa– y se zambulló sin paracaídas. Corría el año 1993. Canal Sur Radio pasaba una crisis. Nos reunimos sin que ella supiera para qué y le planteé llevar las mañanas (muchos me dijeron que me mandaría a paseo con cariño). No lo dudó. Porque volvió a darme otra lección: quien ama a su público y lo respeta lleva la comunicación en las venas, sea desde un escenario, un micrófono o un plató. Siempre cumplió, siempre fue compañera, siempre supo cuál era su papel y darle su papel a los demás. Y vino a demostrar que se puede ser reina de las sevillanas, de las ondas y de las pantallas. Siendo simplemente María. Nunca ha vendido su vida porque le pone un precio tan alto como el de la dignidad. La puerta de su casa – o caseta– está abierta a todos los amigos, sean o no caballo ganador. Lo sé bien porque nos dio abrigo en una campaña electoral (2011) que no auguraba resultados para lanzar cohetes, ni siquiera bengalas. En sus saraos coincide gente que se coge cariño, aunque luego discrepe, porque lo que María une que no separe una sigla, una idea, un “los tuyos me han tratado fatal”.

Hace no tanto, en la peor crisis que hemos vivido, la vida le arrebató pilares fundamentales: dos de sus hermanos, su madre. Y se puso el dolor adentro como una nota más de una partitura en la que también cuentan los silencios. Vistió un mantón arco iris para quitarle el miedo a quien ha tenido miedo de su amor. Se paseó por los platós y las radios celebrando el orgullo de ser porque sí y sin talonario millonario delante. Y ahora, en un momento duro –víctima de un robo con, presuntamente, un familiar directo implicado– ha vuelto a hacerlo. “No sospecho porque sospechar es injusto y creo en la justicia”. Ojalá esa actitud en las redacciones, los escaños, incluso en los juzgados. Porque ella canta y otros dan el cante. Su penúltima lección.

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