La esquina
José Aguilar
Una querella por la sanidad
75 años del suicidio del líder nazi
30 de abril de 1945. 15.30 horas. Búnker de la Cancillería de Berlín. La Segunda Guerra Mundial enfila su recta final. Las bombas caen sobre la capital del Reich. El enemigo está ya a 300 metros. Es cuestión de horas que llegue allí y descubra donde se esconde Hitler junto a un grupo de fieles. Está en la habitación que lleva meses compartiendo con su amada Eva Braun. Solo hay una idea en la cabeza de la pareja: ejecutar el plan previsto de tomarse una ampolla de cianuro y dispararse en la sien. Ha llegado el momento. El suicidio les permitirá escapar de las vejaciones a las que seguro les someterían los rusos. No quieren acabar como Mussolini y su amante Clara Petacci apenas un par de días antes. Y, de paso, revestir de honor, dignidad y valentía la figura del líder nazi. Cada uno se toma una cápsula de cianuro. Él además se dispara en la cabeza. Por si acaso.
La relatada es, a grandes rasgos, la versión oficial de lo que sucedió hace 75 años. El relato se sustenta en lo que contó en su momento el investigador británico Hugh Trevor-Roper y que muchos historiadores han dado por bueno. ¿Pero fue eso lo que pasó de verdad o se trató de una fake, un montaje para ocultar su fuga? El siguiente texto no ofrece una respuesta definitiva, más que nada porque es imposible, al menos en este momento, pero sí intenta demostrar que existen bastantes argumentos para al menos poner en duda esa versión oficial.
Ya lo dice Umberto Eco en su ensayo Confesiones de un joven novelista cuando cuestiona las llamadas verdades enciclopédicas, entre las que pone como ejemplo precisamente la muerte de Hitler. “Es concebible que sobreviviera —señala—… Toda afirmación relativa a verdades enciclopédicas puede, y a menudo debe, ser comprobada en términos de legitimidad empírica externa. De acuerdo con ello, diríamos: ‘facilíteme pruebas de que Hitler realmente murió en el búnker’”.
El razonamiento del escritor italiano plantea el debate desde el punto de vista contrario a como la mayoría lo habían hecho. Es decir, no cabe tanto demostrar que huyó como revisar los argumentos sobre los que se sostiene el relato oficial. Y llegados a este punto sí se puede afirmar que todos, sin excepción, son cuestionables. Incluso el que podía parecer de antemano más rotundo: el de los restos de Hitler. Avanzo que tampoco hay evidencias forenses que confirmen que la pareja murió en el búnker aquel día.
Nos han contado que, siguiendo el plan marcado, los cuerpos del Führer y su amada fueron trasladados al exterior por miembros de las SS y rociados con gasolina para su incineración, pero que el proceso no pudo completarse, por lo que los enterraron solo parcialmente quemados. Que militares rusos los encontraron, igual que los de la familia Goebbels, el 5 de mayo, y los trasladaron a Magdeburgo, a orillas del Elba, donde permanecieron enterrados hasta que el premier ruso Yuri Andropov ordenó retirarlos y destruirlos. Que solo conservaron fragmentos de cráneo y mandíbula. Que muerto Stalin, quien durante años había sostenido que Hitler había huido, los soviéticos cambiaron su versión y dieron por buena la del suicidio. Y que esos restos eran la prueba. Asunto cerrado y todos contentos. El relato del historiador Trevor-Roper, miembro de la inteligencia militar a quien su gobierno encargó investigar la muerte de Hitler para rebatir las afirmaciones soviéticas, parecía ya irrefutable. Fue, de hecho, sobre el que se sustentó el argumentario de los Aliados en los Juicios de Nuremberg que en noviembre de 1945 juzgaron a importantes jerarcas nazis.
Pero todo cambió en 2009. Sucedió algo que dio un giro inesperado a la historia. Un equipo de investigadores de la Universidad de Connecticut (Estados Unidos) accedió al cráneo que se custodiaba en Moscú y realizó una prueba de ADN. El resultado demostró que la única prueba de la muerte de Hitler no era tal; era falsa. Ese cráneo no pertenecía al líder nazi. Ni tan siquiera a un hombre, sino a una mujer, descartándose, además, que pudiese ser el de Eva Braun.
Otro episodio amenazó con dar otro vuelco a la historia en 2018, cuando se permitió a un grupo de patólogos franceses examinar los restos dentales. La conclusión fue que, en este caso sí, pertenecían a Adolf Hitler. Aunque con un matiz importante cuyas consecuencias parece que no fueron tenidas en cuenta o se ignoraron: la afirmación se sustenta en la descripción realizada por el dentista de Hitler. Una descripción de 1945 y que se plasmó en un dibujo de memoria de la dentadura, ya que los alemanes habían ordenado en abril la destrucción de radiografías, fichas médicas y registros dentales del Führer y del resto de la cúpula del régimen.
Pero hay más. La dentadura que se atribuye a Hitler fue encontrada junto a su supuesto cadáver, que había quedado irreconocible al ser quemado. Insisto: no en su boca, en su lugar natural, sino fuera, junto al cuerpo. Se sabe que fue así por el testimonio del general ruso B.S. Telcujovski, uno de los que descubrieron el supuesto cadáver: “Estaba muy requemado, pero tenía la cabeza entera, aparte de los destrozos causados por una bala. Se le habían salido los dientes y los tenía puestos junto a la cabeza”. ¿Colocó alguien la dentadura ahí a propósito?
Tampoco existen imágenes de los cuerpos, lo que tampoco contribuye a acabar con las sospechas. Más bien todo lo contrario, sobre todo si tenemos en cuenta que el diario comunista Pravda había publicado antes una fotografía de un supuesto cadáver del líder nazi. Los rusos no tuvieron entonces reparos en mostrarlo al mundo, aunque horas después tuvieron que rectificar. No era él, sino un doble. Uno de los muchos que tuvo Hitler, algo, por cierto, que ha sido empleado por algunos de los que cuestionan la versión oficial para argumentar que pudieron recurrir a uno para permitir la huida. Un cambiazo que se habría llevado a cabo en los últimos días de abril.
Por cierto, uno de los puentes dentales del líder nazi fue implantados a uno de esos dobles y hay quien sostiene que otro fue el que apareció junto al cadáver.
Independientemente de lo que sucediese en realidad, lo que sí está demostrado es que la fuga fue técnicamente posible hasta al menos el 28 de abril, bien por aire o a través de un túnel secreto recientemente descubierto que conectaba el búnker con el aeropuerto a través del corredor del metro. Y fue posible pese a que muchos historiadores sostienen que no lo era ya desde mediados de ese mes porque estaba rodeado de tropas rusas.
Está demostrado porque numerosos aviones aterrizaron días antes y después del 22 de abril, fecha que puede ser importante en esta historia, ya que en la misma tuvo lugar en el propio búnker una reunión en la que participaron el propio Führer y más de una docena de oficiales. Usaron para ello la enorme avenida de la Victoria, que se encontraba prácticamente a las puertas del refugio subterráneo y que hacía las veces de pista de aterrizaje y despegue.
Es más, los últimos aviones de la Luftwafe cargados de fugitivos despegaron del aeropuerto de Gatow, a 23 kilómetros de Berlín, a las doce y media del día 27. Y el día siguiente por la tarde llegó un último vuelo a los mismos accesos del búnker. Corrió a cargo del joven piloto Jurgen Bosser. Cierto que fue en una misión suicida en la que recogió y trasladó al mariscal Von Greim y a la mítica Hanna Reisch, esta última considerada un as de la aviación nazi, ¿Por qué no pudo Hitler viajar en uno de esos aviones?
Existe un documento cuando menos curioso que se refiere a un vuelo que debía partir del aeropuerto de Hörching (Austria) con destino a Barcelona el 26 de abril a las 20.00 horas. Se trata de uno del servicio de seguridad personal del jefe del Tercer Reich, una comunicación oficial y secreta, que anticipa el viaje. Lo hace con una lista de las personas que irán en ese avión. Sí, aparece el nombre de Adolf Hitler. Pero también los de Eva Braun, Fegelein, Müller, Bormann, Stumpfegger y hasta la familia Goebbels, entre otros. Curiosamente, los nombres de los Goebbels aparecen tachados en el original, como si hubiesen sido descartados después de emitir el documento. Significativa es también la presencia de Hienrich Müller, jefe de la Gestapo, cuyo nombre aparece en el membrete.
Más. Tras la cumbre de Postdam, el presidente estadounidense Harry S. Truman dio directivas a la inteligencia de su país para que investigara el paradero de Hitler. ¿Para qué si tan seguros estaban de su muerte? El resultado de esa orden es un dossier del FBI de 741 páginas desclasificado hace algo más de una década y que contiene información sorprendente. Hay informes siguiendo posibles pistas sobre su posible presencia en Suramérica hasta los años 50 del pasado siglo. Hasta uno fechado el 8 de mayo de 1947 en el que el propio FBI indica que se le estaba buscándole en nuestro país. “El ejército de Estados Unidos está trabajando para encontrar a Hitler en España”, dice textualmente, justo después de reconocer que “existe alguna posibilidad de que esté vivo”.
Nada nuevo para los americanos, por cierto. Ya desde antes de que terminase la guerra sospechaban de la huida del Führer. Así consta en otro documento del FBI de septiembre de 1944 cuya referencia era: “Posible escape de Adolf Hitler hacia Argentina”, en el que el agregado militar de la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires, el general Ladd, sostiene que “muchos observadores políticos han expresado la opinión de que podría buscar refugio en Argentina después del colapso alemán”.
También el servicio secreto británico (MI5) recopiló bastantes datos e informes sobre el paradero de Hitler tras la guerra, aunque se desconoce su contenido. Igual que la inteligencia rusa. La pregunta vuelve a ser: ¿Por qué?
Turno para el trabajo de Trevor-Roper sobre el que se sustenta la versión oficial. Estaba basado en los testimonios de una serie de supuestos testigos. Aseguró que había entrevistado a varios supervivientes que habían estado en el búnker y decían haber oído lo sucedido (ojo, oído, porque no hubo testigos directos). Luego se descubrió que no se había visto con la mayoría, sino que había adquirido sus declaraciones en base a interrogatorios de las fuerzas aliadas. De los muchos que acabaron en manos rusas, nada de nada. También dijo que accedió al búnker en septiembre de 1945 para ver el escenario del suicidio. Algo imposible, pues el 21 de julio los soviéticos lo habían inundado.
Se podría profundizar también en las aparentes contradicciones existentes en el informe de Trevor-Roper, que las hay, y bastantes. Sobre la posición de los cuerpos, dónde estaban sentados, dónde se encontró el arma con la que se disparó, lugar en el que impactó la bala, cómo iban vestidos, cómo fueron trasladados fuera para ser quemados y quiénes lo hicieron, cómo se hizo la cremación…
O en a quién beneficiaba un Hitler suicidado y a quién un Hitler vivo. Y por qué. Esto último da para un debate quizá mucho más extenso.
Pero de lo que se trata hoy es de poner sobre la mesa argumentos para cuestionar la versión oficial sobre la muerte de Adolf Hitler. Y luego que cada uno extraiga las conclusiones que quiera.
Los nazis habilitaron diferentes rutas de escape para evitar ser capturados por los Aliados tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Las organizaron con tiempo. También las redes que las hicieron funcionar. Empezaron ya en 1944, el año anterior al final del conflicto bélico. Para entonces ya tenían más que claro que serían los perdedores, así que idearon itinerarios, contactaron con colaboradores, previeron contingencias… Pensaron hasta el último detalle. Incluso el más importante: dotar de medios a todo ese complejo entramado que dispusieron en los meses siguientes. Sobre todo, económicos. Para ello pusieron a salvo obras de arte, oro, diamantes y dinero, buena parte del mismo expoliado a judíos y otras víctimas de sus políticas de persecución a judíos y otras minorías.
Ahí estaba la ruta de los Conventos o de las Ratas, a través de la línea Roma-Convento de San Girolano-Nápoles o Génova-Buenos Aires, empleada, entre otros, por Adolf Eichmann y Ante Pavelic. O la ruta de la Araña, que tenía en España su tramo más importante dentro de la línea San Sebastián-Bilbao-Madrid-Tánger-Buenos Aires. U otras como la que recorría el norte de nuestro país hasta Galicia, donde los fugados embarcaban en submarinos con destino a Suramérica.
Los nazis buscaron tras la Segunda Guerra Mundial países neutrales, con gobiernos ‘amigos’ para esas huidas. La mayoría tuvieron como destino final el continente americano, sobre todo la Argentina de Perón. España jugó un papel fundamental en todo ese entramado, bien como zona de tránsito seguro o como destino final. Porque aquí se quedaron muchos, amparados, protegidos y ayudados por un régimen franquista en el que los nazis seguían contando con muchas simpatías.
Sobraban los motivos más allá de las simpatías o la afinidad ideológica: su ayuda en la Guerra Civil había sido determinante para la victoria del bando Nacional; los alemanes controlaban buena parte de la actividad económica en España; y sus conocimientos y experiencia en campos como el militar, la ciencia o la medicina eran muy codiciados. Sobre esto último pueden dar fe otros países, incluso de los que formaron parte del bando aliado. Estados Unidos, Rusia, Reino Unido y Argentina, entre otros, pugnaron por hacerse con sus servicios tras el conflicto bélico. Los americanos incluso ejecutaron la llamada Operación Paperclip, mediante la cual el Servicio de Inteligencia y Militar fichó cientos de científicos nazis especializados en cohetes, armas químicas y experimentación médica.
En España vivieron durante muchos años algunos de los nazis más ilustres. Leon Degrelle y Otto Skorzeny entre ellos. Y en la provincia de Cádiz también se quedaron algunos. La conocida como playa de los Alemanes en Zahara de los Atunes, de hecho, se sigue creyendo que fue poco menos que una colonia de nazis, aunque esa creencia tenga más de leyenda que de realidad, ya que el auténtico origen del nombre es otro. Fue el caso de un enigmático médico que llegó a Chipiona en el verano de 1945 con la identidad falsa de Luis Gurruchaga, aunque llegó a ser conocido como Doctor Pirata. Pero no fue el único.
Quienes quieran profundizar tienen donde elegir. Se ha escrito mucho sobre la cuestión. Infinidad de reportajes, trabajos y novelas, además de documentales y películas, abordan el tema de la muerte de Hitler. Hay también diferentes teorías entre los que apuestan por el escape de Hitler, en función de la forma en la que huyó, la ruta que siguió o el destino que eligió. La que sigue es una recomendación de títulos de libros para quienes quieran profundizar al respecto:
Los últimos días de Hitler, de Hugh Trevor-Roper (1947). Existen diferentes ediciones en castellano, incluida una de bolsillo, aunque no son fáciles de encontrar.
El exilio de Hitler, de Abel Basti (Absalon Ediciones, 2010). Este periodista argentino, que ha escrito varios libros sobre este tema, es uno de los más destacados defensores de la teoría de que Hitler se refugió en Bariloche.
¿Murió Hitler en el búnker?, de Eric Frattini (Temas de hoy, 2015). Es uno de los últimos libros publicados que se centra exclusivamente en la muerte de Hitler. También apuesta por la huida del líder nazi. La editorial Planeta también ha sacado una edición de bolsillo de este libro que no es difícil de encontrar.
El último día de Adolf Hitler, de David Solar (La Esfera de los Libros, 2009). Minuto a minuto de las últimas 36 horas de Hitler según la versión oficial. También en edición bolsillo.
El hundimiento (Galaxia Gutenberg, 2013). Basado en la versión oficial, es de las mejores obras que describe las últimas semanas en el búnker, su ambiente y cómo actuaban Hitler y su gente.
El informe Müller, de Antonio Manzanera (Umbriel, 2013). El autor novela lo que considera “una de las grandes mentiras de la historia reciente” centrándose en la figura del que fuera jefe de la Gestapo, Heinrich Müller. Trama amena, documentada y bien construida. Fácil de leer.
Y una novela histórica, La sombra del Führer (Círculo Rojo, 2017), de Wayne Jamison, autor de este artículo, que muy bien documentada relata una trama basada en la huida del líder nazi, ambientada en parte en la provincia de Cádiz.
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