Sed perfectos

Nuestra perfección es una misión imposible, aunque hay un método infalible

Cada vez que preguntan a Fabriçe Hadjadj –filósofo, profesor, cantautor, dramaturgo, padre de diez…– cómo consigue hacer tantísimas cosas, él contesta que haciéndolas mal. ¡Bien por él!, decimos todos aquellos que estamos agradecidos a su pensamiento audaz y –en efecto– de prisa y corriendo. Yo sigo el mismo método, aunque mejor, o sea, peor, porque no hace falta ni que lo diga.

Ni lo habría contado si no hubiese descubierto otro golpe del finísimo de humor de Jesucristo. Es cuando nos pide: “Sed perfectos como mi Padre Celestial es perfecto”.

Sólo dos mil años oyéndolo pueden haber desgastado la vis comica de la tremebunda hipérbole. El Señor nos pide algo más grande que ser inmensos como el mar es inmenso o tan altos como la luna. Y lo hace con la perfecta seriedad de los mejores humoristas.

En los dos sentidos: lo dice serio y lo dice en serio. ¿Cómo es posible? El español nos regala un indicio. Nos dice “Sed” como si, más que serlo, tuviésemos que estar sedientos de perfección divina. Sé que es una trampa que hago, porque ese juego lo permite nuestro idioma, no el arameo. Pero sirve de truco mnemotécnico.

El humor de Jesús no está en el idioma, sino en el acento. La fuerza de la frase no cae en la perfección. Más bien al revés. Al pedirnos una perfección imposible, acaba siendo una obvia defensa implícita de la imperfección que caerá por su propio peso.

Pero no es un sarcasmo, porque el acento y hasta la tilde recaen en el “como”, que es un “cómo”. Hemos de imitar el modo de ser perfectos del Padre Celestial, esto es, esencialmente, amando, que es lo suyo y lo que Él es; también creando. Nuestra perfección está en emular el método o el modo de perfección del Padre. Lo haremos imperfectamente, claro, pero al fin (inalcanzable) lo justifican los medios (esta vez).

Sirve de excusa personal, aunque a medias. Sirve, sobre todo, para que no juzguemos a los demás, porque no nos tenemos que comparar con ellos, sino con el Padre. ¿No queremos compararnos tanto? Toma. Es otra paradoja, porque Jesús nos pide que nos comparemos con el Incomparable, que, desde luego, no se compara con nada ni con nadie. Hasta el puntilloso Kant se dio cuenta y avisaba de que ser moral consistía en preocuparse por la perfección propia y por la felicidad ajena, pero que lamentablemente la gente solía entenderlo al revés. (Si este artículo no me ha salido perfecto, perfecto: es una prueba de lo que sostiene.)

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