Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
ERAN las tres de la madrugada y dormía plácidamente en mi cama, cuando un sueño de lo más profundo me invadió. El mundo se debatía entre las tres fuerzas que lo gobiernan. El poder, el sexo y el dinero. En ese momento, algo inverosímil comenzó a ocurrir. Los hombres observaban un fenómeno inaudito en su pecho. Una mancha ennegrecida cubría su costado izquierdo y muy lentamente trocitos del corazón putrefacto comenzaban a caer. Primero la aurícula izquierda, luego la derecha. Continuaba por los ventrículos, que se resistían pero ante el empuje de la vena cava, cedían y se convertían en una masa viscosa y mugrienta que lo empapaba todo. Al final quedaba un hueco cavernoso con un profundo vacío.
Masas de hombres se tiraron a las calles, y un grito desgarrador salía de sus gargantas. ¡Dónde está mi corazón, dónde está mi corazón! Como una epidemia, como un mortífero virus, la caída del corazón se fue extendiendo primero por el país, rápidamente pasó al continente y la pandemia pasó a otros continentes y a otras culturas y civilizaciones. Los gobiernos estudiaban medidas, ponían a la población masculina en cuarentena, cerraban países, destruyeron zonas paupérrimas. Aún así la epidemia continuaba. Las fábricas dejaron de producir, el populacho asaltaba las instituciones. Culpaban a los poderes de la industria farmacéutica de lucrarse de sus desgracias. Wall Street, Tokio y Nueva York cerraban. Los gobiernos ofrecían sus reservas de oro para paliar tal desesperación. Grupos de mujeres se lanzaron a las calles gritando: "Qué bien, qué bien, los hombres se han quedado sin corazón". Estaba claro, no había dinero en el mundo, no había oro en el mundo, no había poder alguno que solucionara la caótica situación. Cayeron gobiernos, empresas multinacionales cerraban, el dinero no servía para nada. El caos y el miedo se apoderaron de todos. Ni el poder, ni el dinero, ni el sexo podían hacer nada. El mundo gobernado por los hombres no podía hacer nada. A todo esto, un hombre, un único hombre, observaba cómo su corazón seguía intacto. Este hombre se miraba y miraba, y tal era su obsesión que no pudo pasar desapercibido. Pronto, otros hombres se dieron cuenta y lo perseguían y lo correteaban. Este hombre con corazón se encerró en su casa. Pero los que carecían del órgano se les colaban por la gatera, por las rendijas, por los postigos. Todos querían compartir su corazón. Sus pretensiones eran de lo más descabellados. Compartir el corazón a ratos, a momentos. Le decían: "déjanos tu corazón, compartámoslos, no te lo quede para ti solo". Al final el pobre hombre accedió y se formaron grandes colas. Tanto fue el uso que de su corazón hicieron, que éste se gastó de tal forma que también terminó por desaparecer.
En ese momento un sudor frío me recorría el cuerpo, me desperté y entre grandes convulsiones me caí de la cama. Rápidamente me eché mano al pecho y allí estaba él, rítmico y palpitante como el Big Ben del reloj del Palacio de Westminster en la torre de Londres, y como en una nebulosa Miguel Pajares me tendía la mano.
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