Celebramos la muerte. Mucho antes del Domingo de Ramos, antes incluso del Viernes de Dolores, cuarenta días antes para ser exactos. "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás" (Gn: 3, 19), a esta sentencia se añade cosecha propia y se aprovecha el miedo que provocan las palabras del Génesis para captar adeptos: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc, 1, 15) y la marca de una cruz de ceniza en la frente, que, además, debía desaparecer por sí sola. Recuerdo de pequeña cómo nos sacaban las monjas del aula para llevarnos a la capilla, y desfilábamos todas de vuelta al pupitre con la cruz negra entre las cejas, que más que cruz era un churrete. Recuerdo el miedo que me generaba el cura y su gesto severo mientras pronunciaba aquellas palabras. Luego pasaba la mañana preguntando a mis compañeras si se había borrado aquello que sentía como un estigma marcando mi piel. El inicio de la Cuaresma. Cuarenta días bien pactados en un concilio, el Concilio de Nicea I (año 325) para que, entre otras cosas, no coincidiera con la Pascua Judía y evitar así paralelismos entre ambas religiones.

Luego el Domingo de Ramos, la alegría, la llegada de Jesús a Nazaret. Una alegría exacerbada que, como en el mal guion de una película previsible, no puede anunciar más que la tragedia que se avecina. Una cena entre amigos, treinta monedas y la marca de un beso, un beso que en los diferentes evangelios aparece escrito en griego,Kataphilein, para acentuar el significado que el término poseía en esta lengua: "Besar intensamente, apasionadamente". En el Evangelio Apócrifo de Judas (56/57) la versión cambia y es Jesús quién le pide a su amigo que le traicione. Salvando, así, a todos los traidores futuros que, no sólo encontrarán una justificación a su traición, sino que el traicionado resultará culpable e instigador de la traición. Esta es la herencia que prevalece, la de las palabras del ahorcado, por eso los traidores actuales no encuentran motivos para colgarse, la culpa siempre será del traicionado.

Un complot urdido entre el amigo y los sumos sacerdotes inician el Triduo Pascual. El Vía Crucis, la Pasión, como acción de padecer, y la Muerte. Una semana de cilicios, látigos, yagas, sangre, lágrimas carmesí, espaldas sangrantes, cadenas pesadas que arrastran pies descalzos, rostros de dolor, gestos de agonía… Imaginería no menos terrible para una niña que terminaba cada noche pegándose a la espalda de su abuela para poder dormir. Una semana de horror y un único día de alegría: el Domingo de Resurrección, que traía hasta la cama el aroma de los buñuelos. Un happy end apresurado, un punto de consuelo, la negación de la muerte que contradice el discurso de aquella primigenia cruz de cenizas, destroza, por increíble, el argumento y desvía la atención de lo que podría haber sido la buena historia: la historia de la mezquindad humana.

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