Programación Guía de la Feria de Jerez 2024

Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Paradoja... o no

Hay multitud de ellas, de paradojas. Unas más famosas que otras, recordemos tres, entre las más significativas: la de Aquiles y la tortuga, en la que Zenón de Elea decía que Aquiles podía correr más rápido de lo que avanza la tortuga, pero no podrá alcanzarla nunca, porque cuando él llega al punto en el que ella estaba, ella ya se habrá movido de ese punto … La de Fermi, que nos habla de la aparente contradicción que hay entre las estimaciones que afirman que hay una muy alta probabilidad de que existan otras civilizaciones inteligentes en el universo observable, y la ausencia de evidencia de dichas civilizaciones… Y la del gato de Schrödinger, en la que el físico cuántico austríaco nos dice -sin que entremos en profundidades- que si colocamos dentro de una caja, una “partícula” cuántica, un veneno y un gato; mientras la caja está cerrada el gato está vivo y muerto, porque la dualidad onda-partícula haría que la “partícula” activase el veneno, o no, y que este matase al gato … o no … o las dos cosas a la vez; cuando abramos la caja, lo que le ocurra al gato dependerá del observador, puesto que según la teoría cuántica un objeto puede estar en dos estados diferentes, depende del observador, lo que sugiere que la realidad no es tan objetiva como pensamos...

Pues … paradoja de paradoja, y todo es paradoja, tendríamos que decir, o no… En nuestro mundo, no porque lo tengamos en propiedad si no porque es el que nos hemos dado, la única verdad que podemos establecer como cierta, y sin excepción que valga, es la que afirma que todos queremos ser felices. La búsqueda de la felicidad es el común denominador, como digo: sin excepción -ni siquiera la que confirma la regla- que identifica la condición humana. El fin que todos perseguimos, mientras tenemos conciencia de que “somos”, es decir, de que estamos vivos, es el de sentirnos dichosos. La infinita diversidad que también nos caracteriza, es la que reside en la forma de alcanzar esta meta.

Cada hijo de vecino, cada uno de nosotros, emprende la búsqueda de lo que anhela de modo bien distinto. Hay quien fija su felicidad en la virtud, quien lo hace en la sabiduría, o en la paz de su espíritu o en el bien de los que ama, en la ausencia del dolor o en el encuentro con la Fe, en la firme alianza con la Esperanza o en la comprensión de lo que somos; las opciones son tantas como almas impacientes por dar con lo que tanto desean. No hay nada contradictorio en esto, nada que podamos amparar bajo la capa que supone lo discordante. No obstante, lo contrapuesto, aquello que da soporte a la paradoja que nos determina, está en los muchos entre los humanos que creen situar la felicidad, que también ellos desean, en o a pesar de la desgracia ajena. He aquí una paradoja, la paradoja, que condiciona una circunstancia indeseable.

Si aceptamos que ser felices, en la medida de lo humano, es para lo que vivimos, o sea: el objeto del humano desear, no deberíamos poder aceptar que conseguirlo sea a costa de la infelicidad de otros o mientras otros padezcan la desgracia. Algo funciona muy mal, o no funciona, cuando esto es lo que, en muchos casos, sucede.

Si la condición humana fuese buena, como algunos sostienen, condenar a nuestros semejantes a no alcanzar aquello por y para lo que existimos, negarles lo que nosotros ansiamos tener para realizarnos como personas, nos conduciría a vivir en la más absoluta de las paradojas; incluso aunque no fuésemos responsables directos de sus angustias, pero sí capaces de vivir sin que éstas nos afecten en la medida en la que a un humano “bueno” de condición, lo haría.

Pero una paradoja no es sino una contradicción, una incongruencia absurda que, en todo caso, sirve para demostrar que no es ese el sendero por el que camina la realidad. De modo que en la condición humana no ha de estar la bondad, si no su reverso. Si así fuese, que es como parece que es, la paradoja de la que hablamos no sería tal, lo sería la desgracia de confirmar que no somos buenos, al menos no de modo genético o instintivo; lo que no quiere decir que la bondad no se pueda conseguir, de hecho se logra, pero sólo si nos esforzamos y sacrificamos para hacerlo: a nadie se le regala “ser bueno”, nadie hace el bien porque es su función natural, la bondad no nos cae del cielo como una bendición divina.

Es la maldad la que habita entre y en nosotros: la vemos cada uno de los días, la sentimos reptar, cercana … percibimos su roce; nos golpea, de cerca o de lejos, pero sin detenimiento; de continuo nos sorprende, a pesar de sus muchos espantos ya conocidos; convivimos con horrores difíciles de imaginar, siquiera por el más sanguinario de los guionistas; parecemos acostumbrarnos a lo que no es posible consentir, pero … la vida sigue, las vidas de los que creemos contemplar la maldad desde la barrera, siguen, o eso es lo que pensamos, porque no es posible conocer, ni siquiera imaginar, el alcance posible de la plenitud al que una vida “buena” -en y para la bondad- podría llegar.

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