Programación Guía de la Feria de Jerez 2024

Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

Tantas veces huérfano (II)

LOS nueve años primeros de su infancia lo vieron correr y soñar muy cerca de aquellas empinadas calles, cuando en cada verano regresaba desde la ciudad con sus padres al pueblo de postal que sirve de matriz a la pedanía donde nació su progenitor. José Cándido Cañado Jara era entonces el niño un poco repelente y con gafas que venía a entretener sus vacaciones perfectamente planificadas entre la bulliciosa vacación de los niños del lugar, muchachos de la sierra sucios y espontáneos, envidiablemente mal hablados y pendencieros desde tan pequeños.

Mientras esos niños daban gritos y carreras por las calles, jugando a policías y ladrones, a indios y vaqueros, cambiando a voces las canicas, aprendiendo a pegarse tremendos batacazos con las bicicletas, a trepar a los árboles más altos y peligrosos, a revolcarse por el suelo dándose patadas y bocados, el niño José Cándido Cañado atendía excesivamente modosito a sus clases de piano con el cura don Román, dos horas intensas por las mañanas y otras dos, que finalmente eran tres o cuatro, por las tardes. El paréntesis de la siesta, tan alejado del furor de las albercas de las pandillas de chavales, era siempre para los tebeos y los libros desde que aprendió a leer, y todavía en las primeras horas de la mañana o alguna antes de acostarse le alcanzaba el entusiasmo para empapar abundantemente un montón de folios con acuarela tan aguada que tardaban luego todo el tiempo del mundo en secar.

En esos menesteres de niño listo y aplicado, y en alguna que otra caminata acompañando a sus padres por los frondosos paseos de castaños a las afueras del pueblo, gastaba Joselito sus veranos, apacible y vastísimo tiempo en el que no podía sospechar de ninguna de las maneras que iría a incrustarse el horror que estaba por venir.

Tan sólo se truncaban esos dos meses de tranquilidad a mediados de agosto, cuando tenía lugar la obligada visita con sus padres a la aldea, tres agotadoras tardes seguidas de fiestas en las que tenía que besar y ser besado por innúmeros parientes, más que nada tíos y tías muy viejos, tías-abuelas, tíos-abuelos, una familia uniformada de profundas arrugas y miradas muy ausentes, como idas.

Aquellas fiestas arremolinaban en la plaza a la totalidad de los vecinos. Si alguna vez llegaban ellos un poco más tarde, cuando ya el campo había perdido sus formas y quedaban tan sólo las siluetas recortadas de los montes en la noche, daba un poco de miedo ver desde lejos la aldea completamente a oscuras, iluminada únicamente con la luz de las fogatas en la plaza. Esa luz de las fogatas ofrecía un intermitente chisporroteo, fruto no tanto de la combustión de las maderas como del continuo deambular de los corrillos de gente alrededor de las llamas, y proporcionaba en la distancia una visión espectral, semejante a la que en los grabados antiguos ilustra las reuniones de magos y de brujas, sus temibles aquelarres.

También, y junto a esa visión fantasmal de las enormes candelas, persiste sobre todo en la memoria del Cañado Jara adulto el tufo de las lámparas de carburo de aquellos días anteriores a la venida de la electricidad, que se pegaba a las ropas como otra piel y parecía que iba a durar eternamente; y junto a ese olor, en una asociación difícil de justificar pasados tantos años, las trenzas gordas y de un rubio sucio de una de sus primas, de la que no puede recordar ya ni su nombre ni su cuerpo ni su rostro.

Odiaba tan callada y profundamente aquellos tres días de fiesta en la aldea, aquellas tres tardes infinitas de aburrimiento y de cansancio entre los mayores -los que se decían sus primos allí maldita la cuenta que le echaban-, que en los últimos veranos simuló ligeros malestares para tener la oportunidad de quedarse con sus tíos del pueblo mientras sus padres cumplían con la familia, e incluso se metió de lleno en una ocasión en la pelea más frenética de los niños dueños de la calle, y recibió de manera muy gustosa mamporros y patadas, sólo por ofrecer el trofeo de las piteras y los desgarrones, creyendo ingenuamente que una decoración de ojos morados y postillas le libraría de la obligada, inevitable excursión.

Algunas veces, no muchas, surtieron efecto esos subterfugios, y pudo gracias a ellos escapar del martirio chino de las fiestas, de las ruidosas explosiones de los cohetes y de la bobada de cartón-piedra de unos gigantes y cabezudos que la tomaban siempre con él, pero el último año que pisó esa tierra de poco le valieron sus habilidades para aumentar la lectura en los termómetros y otras tretas parecidas. Ni una fiebre inexistente ni unas fatigas horrorosas de última hora después de meterse los dedos en secreto hasta la campanilla le sirvieron para soslayar el definitivo y último viaje al caserío donde había nacido su progenitor, el mismo donde habría de terminar tan pronto con sus días.

La ocasión era demasiado importante como para que su padre permitiera por unas decimillas y unos vómitos, por unos cuantos arañazos, que no estuviera presente su primogénito el día que el futuro llegaba por fin a la aldea. Hasta su madre, embarazada de casi siete meses, no podía faltar.

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