Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Una estrategia hereditaria
El mundo de ayer
He vuelto a Matalascañas después de muchos años. De niño bajaba todos los agostos con mis padres y mi hermano. Íbamos a la playa muy tarde, cuando el sol exprimía su luz, con las chanclas tropezando en las losetas calientes, cargando sillas de plástico, sombrillas de lona, bolsas con palas y libros y cremas. Nos cruzábamos con familias que subían después de pasar toda la mañana en la arena y el agua, y a mí me daban ganas de subirme con ellos, porque no me gustaba la playa.
No me gustó nunca ni pasar calor, ni el ruido, ni los cigarrillos semihundidos en la arena, ni la peste a basura de los contenedores abiertos, ni la barrera de conchas que había que cruzar para llegar al mar y te mordía los pies. No tenía amigos, sólo hijos de amigos de mis padres con los que muy de vez en cuando jugaba a la consola. Mi hermano y yo pasábamos las tardes tirados en la cama o sentados en el balcón, leyendo números de Super Mortadelo. Dábamos paseos junto al campo de golf, separados de Doñana y de sus campos salvajes por una sucia alambrada. Asocié ese sitio a pocas cosas agradables, y en cuanto los años me permitieron separarlo de mí lo fui olvidando poco a poco, bajando cada vez menos hasta que mis padres vendieron el piso.
Este viernes, al final de la carretera de Almonte, no torcí a la izquierda por la hilera de rotondas paralelas al mar, como siempre hacíamos, sino que seguí recto y aparqué frente a la peña, ese monstruo caído y sombrío que siempre me parecía estar lejísimos cuando caminábamos al centro para ir a misa o para que nos diera el aire. Al bajar, la playa a la derecha recupera sus dunas y acantilados, y es como si uno no estuviera allí, ni en ese lugar ni en ese tiempo, sino antes de todos nosotros, en un poblado de pescadores.
Los que son muy jóvenes le otorgan a sus sentimientos y experiencias un carácter inmutable. Para bien o para mal, piensan que todo lo que les pasa quedará grabado para siempre en su recuerdo. Pero los años y el olvido le permiten a uno escapar de esas absurdas condenas. Aunque nos parezca imposible, en nuestra cabeza se puede empezar lo que ya se había empezado. Llegas de nuevo a donde estuviste, totalmente distinto a quien eras, unido apenas al pasado por esos frágiles hilos que alguien muy lejos de ti una vez tejió. Llega entonces la ola del tiempo, y te sumerges unos segundos, alejado de la luz y del ruido, del calor y del niño que te observa en la orilla, y sales después, y sin tú poder creerlo, como siempre ha ocurrido y nos ocurrirá a todos, el tiempo te sorprende: los años han pasado, el mundo es el mismo pero es otro mundo, y tú eres más joven que entonces. Has vuelto al lugar donde nunca fuiste.
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