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Tribuna

Pablo Gutiérrez Alviz eduardo jordá

La gallina ponedoraSFDK

Si ya eran insufribles el 'caballero' o el 'familia', este recurso del 'chico' resulta una tomadura de pelo, bien blanco en mi casoLas feministas tienen mucha razón en sus reivindicaciones, pero las actitudes inquisitoriales no anuncian nada bueno

La gastronomía, con toda su parafernalia (viandas, dietas, alergias…), como fenómeno mediático que tanto afecta a la ciudadanía en su vida cotidiana no ha tenido descanso durante el mes de agosto. Desde la importancia de los alimentos para el medio ambiente hasta la paella del señorito (la que al comensal, como buen señorito, le sirven con todo pelado y no tiene que trabajar, ni siquiera mancharse las manos), pasando por ciertas novedades en el trato de los camareros y en las cartas de los restaurantes. Lo que empezó como moda pasajera va camino de convertirse en una dictadura sempiterna. No entro en el desgraciado asunto de la carne mechada que es la penosa comidilla actual.

El IPPC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) ha presentado este mismo mes un informe en el que exhorta a modificar nuestros hábitos alimenticios si queremos conservar el planeta. Para ello, debemos duplicar la ingesta de frutas, verduras y legumbres y, en especial, restringir el consumo de carne, porque la ganadería contamina (consume mucha agua, produce estiércol, deforesta los bosques…) y provoca el cambio climático mediante la emisión de dióxido de carbono. Se habla de una dieta ecológica y solidaria para la salud planetaria. Una clara invitación al veganismo, o un paso más, a ser un climatarian: el que elige siempre la comida menos perjudicial al medio ambiente. Y para ir haciendo boca, también se puede enmascarar con el maltrato animal. He leído como ofertas culinarias una cola de toro "no lidiado en la plaza", o un revuelto de huevos de "gallina de campo criada en libertad".

Al acudir con unos amigos a un restaurante, un camarero nos recibió diciendo: "Hola, chicos". Lo que me sorprendió ya que todos peinábamos muchas canas. Y este saludo lo he escuchado repetido en otros bares veraniegos. Si ya eran insufribles el caballero o el familia, este recurso del chico resulta una tomadura de pelo, bien blanco en mi caso.

El mismo camarero podría traer una carta en la que los platos vinieran acompañados de variados símbolos y asteriscos con su traducción a pie de página. Me refiero al rosario de ingredientes que acarrearían consecuencias médicas derivadas del propio alimento (contenido calórico, de azúcar, colesterol…), y las de las llamadas intolerancias (al gluten, a la lactosa, a los frutos secos, al marisco…). Me temo que con el tiempo se incorporarán otras nuevas advertencias relativas a la dieta planetaria, es decir, el coste medioambiental de cada plato, como la equivalencia en dióxido de carbono del chuletón de ternera (a lo peor, gravado con un impuesto especial) que desearía pedir el insolidario y egoísta carnívoro.

Este intolerante rigor se puede romper si el maître recomienda expresamente: "Chicos, fuera de carta, tengo un tarantelo de atún exquisito". Quedaría al margen de las alergias, de la ecología y, sobre todo, del control del precio por el consumidor. Los nuevos tiempos exigen una extrema cultura anatómica del atún, quizá la nueva estrella de la jerga gastronómica (espineta, ijada, mormos, parpatana…). Cabe que también nos proponga una espuma o un gel como si tuviéramos que ir al cuarto de baño.

Una secuela de la crisis económica y del programa Masterchef es la de que algunos señoritos se han enganchado a la hostelería como medio de subsistencia. Abocados a los fogones, abren singulares casas de comidas con trato familiar.

Tengo noticia de un caso muy curioso en un restaurante de esta guisa. Al parecer, los comensales de dos distintas mesas pidieron la paella del señorito y el flamante cocinillas, decidió como genial idea preparar una sola (más grande) para ambos grupos. Y así lo hizo. Al cabo de un buen rato, tras servir a los clientes de la primera mesa y darles tiempo para que pudieran repetir, el ufano señorito compareció ante los hambrientos comensales de la segunda con el resto de la gran paella comunitaria: un arroz gélido.

Aunque moleste, uno puede aguantar que le digan chico, que lo miren mal por elegir un menú antiplanetario, pasar por un absoluto ignorante de la anatomía del atún y hasta recibir una estocada en la cuenta pero habría que incluir una advertencia sobre la gigante y fría paella de este innovador señorito.

En un futuro no muy lejano, la dictadura gastronómica limitará la oferta a saludables y equilibrados menús climatarians, y con suerte, un valiente mesonero ofrecerá fuera de carta, de tapadillo, rabo de toro viejo fallecido de muerte natural y paella caliente del señorito. El comensal sometido y con menos libertad que una gallina ponedora. Criada en cautividad, por supuesto.

LA historia no tendría demasiada importancia si no fuera porque se está repitiendo demasiadas veces y ya parece prefigurar una pauta bastante siniestra. Veamos. En un festival de música en Cataluña, el BioRitme, un grupo de raperos sevillanos -SFDK- se niegan a asistir a una charla de formación de género porque tenía lugar diez minutos antes del concierto. Al poco tiempo son denunciados en un Punto Lila por una asistente que dice haberse sentido ofendida por las letras. Conclusión, el grupo de raperos acaba siendo acusado de machista y vetado del festival. ¿Qué es un Punto Lila? Un espacio seguro donde las mujeres -sin presencia masculina- puedan sentirse libres de abusos machistas. ¿Y quién fue esa única persona que se sintió "ofendida" y denunció al grupo SFDK? Nadie lo sabe porque su identidad está siendo protegida como si fuera una clave bancaria en las islas Caymán. ¿Qué canción y qué letra ofendió a esa denunciante anónima? Nadie lo sabe. ¿Y cómo es posible que una sola denuncia, sin pruebas, sin derecho a alegaciones, sirva para acusar a un grupo y vetarlo para siempre del festival? Pregunten a la Comisión de Género.

Todo esto es asombroso. Si un festival contrata a un artista, no tiene por qué someterlo a una sesión de formación de género. Y si sospecha de la actitud de ese artista o no le gustan sus letras, lo que debe hacer ese festival -financiado, no lo olvidemos, con dinero público- es no contratarlo. Pero si lo contrata, es ridículo someter a un adulto a una sesión de formación de género, porque eso supone considerar a ese adulto como un ser tosco, problemático e incapaz de formarse por su cuenta, aparte de negarle el derecho a poseer autonomía intelectual. Y más extraño aún es que existan los Puntos Lilas en los festivales, lugares a los que los asistentes íbamos -o así pretende hacerme creer mi averiada memoria- justamente para mezclarnos y relacionarnos sin puntos seguros de ninguna clase. Quizá los organizadores de BioRitme deberían repasar las filmaciones del festival de Woodstock, donde miles y miles de jóvenes -vestidos y desnudos- convivieron durante tres días sin puntos seguros de ningún tipo.

Las feministas tienen mucha razón en casi todas sus reivindicaciones. Pero estas actitudes inquisitoriales, dignas de una nueva iglesia fanática y puritana, no anuncian nada bueno. Nada.

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