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Quien lo probó lo sabe

Quien lo probó lo sabe

Con permiso de Eliot y su cruel abril, estamos en la época más árida del año. Ya no es el tiempo ilusionado de la Navidad. Atrás quedaron los fastos de empresa y familia y sus digestiones pesadas, los regalos tecnológicos, las corbatas y los amigos invisibles (que Dios confunda), y los visibles que insisten en la penúltima copa; todo ello nos acaba proporcionando algo muy útil: deseos de dieta, rutina y gimnasio. Esta época de frío y mañanas desabridas –el puente de Andalucía brillando en lontananza– está hecha para recordarnos que nacimos del polvo y al polvo hemos de volver, como nos recuerda en la frente el Miércoles de Ceniza. Es un memento mori, insertado en esta trabazón de fiesta y trabajo que es el año laboral, o de gloria y ceniza que es el año litúrgico. Pero algo sucede, de pronto, una tarde.

Una tarde, yendo a hacer algún recado por el centro, volviendo de una librería o del médico, hay un rompimiento de gloria entre dos árboles. Una llama de luz anaranjada que tintinea, juguetona, y algunos grados más en el termómetro nos aceleran el pulso. Pasa alguien cerca, aspiramos su colonia sin querer, y esa fragancia era la que usaba cierta persona del pasado, que habíamos olvidado por completo. De pronto, todas las jacarandas y todos los azahares, todas las noches tibias de estar en manga corta con un poco de frío y el corazón caliente, todo el amor ingenuo de versos en las carpetas del instituto. Todo viene a nosotros de repente porque sabemos que ya está a la vuelta de la esquina la primavera. La primavera existía mucho antes de El Corte Inglés y seguirá existiendo cuando ya nos hayamos marchado: “mientras el aire en su regazo lleve/ perfumes y armonías;/ mientras haya en el mundo primavera/ ¡habrá poesía!”, decía nuestro Bécquer con admirable sencillez. Y la primavera trae los enamoramientos arrebatados. Se ha hablado mucho en estos años, por parte de los gurús de la psicología new age, del concepto del amor tóxico y del apego. Y es cierto que hay amores malos como venenos. Pero el enamoramiento sólo puede ser un arrebato, una furia, un fuego que devora, dos leones que se muerden dentro de nuestro estómago, un insomnio feliz y la imperiosa necesidad de que exista –por suerte, existe– la Poesía. Aunque casi todos los amores célebres de la Historia de la Literatura han sido amores imposibles, también el amor conyugal mereció el alto destino de versos inmortales, si bien es cierto que con la sal en la herida de las tribulaciones: “¿No cesará este rayo que me habita/ el corazón de exasperadas fieras/ y de fraguas coléricas y herreras/ donde el metal más fresco se marchita? / ¿No cesará esta terca estalactita/ de cultivar sus duras cabelleras/ como espadas y rígidas hogueras/ hacia mi corazón que muge y grita?” El rayo que no cesa de golpear el pecho de Miguel Hernández es su Josefina, y es el de cualquiera que se haya enamorado, por muy disparatada que haya sido esa historia de amor. Somos humanos porque nos enamoramos, viene a decir el profesor Keating en El Club de los Poetas Muertos.

Decíamos que la mayor parte de los amores célebres en la Literatura han sido amores imposibles o desgraciados. Así, Ulises estuvo veinte años de viaje –con alguna cana al aire, hay que decir: Circe primero lo quiere hechizar y luego se enamora de él– buscando volver a casa (“A su reino y su reina vuelve Ulises”, escribió Borges). Petrarca se enamoró de Laura de Noves, mujer casada, y su discípulo Garcilaso hizo lo propio con la cortesana portuguesa Isabel Freire, estando él casado y ella también. Y a este tándem italohispánico debemos la gran poesía de nuestro Renacimiento y todo lo que vino después. Desde entonces, los españoles suspiramos en once sílabas, no en ocho ni en doce. Y ese modelo de admiración, de fuego y contención a un tiempo, ha marcado nuestra sentimentalidad y nuestra creación poética durante siglos. Algunos fruncirán el ceño y dirán que esto son cosas de adolescentes y gente inmadura. Puede ser. El gran poeta Johann Wolfgang von Goethe, autor del Fausto, a los setenta y cuatro años se enamoró de una muchacha de diecinueve, Ulrike von Levetzow, y le escribió La elegía de Marienbad, que, en palabras de Stefan Zweig, muestra “su emoción por vez primera de forma abierta y espléndida”. Borges afirmaba que esta obra era lo más sublime de la producción de Goethe, y se atrevió incluso a recitar unos versos en alemán, disculpándose previamente por su “espantoso acento sudamericano” (Borges, estás cancelado).

En este sentido de extrema dificultad escribió Juan Luis de Soria algunos de sus sonetos más logrados a una joven Luzia Huntsman, como aquel en que evoca los cabellos de su amada: “En tu pelo se escuchan los lamentos/ de algún enamorado que atraviesa/ la densa oscuridad de no tenerte”. Y, cuando ella le advierte de la fugacidad de su relación, por imposible, él contesta: “Vivo cada segundo de agonía/ como un reloj de sangre y de memoria./ Es lo que has conseguido, vida mía./ Has querido calmarme en esta euforia / y ahora estoy más loco todavía/ porque ya no es eterna ni la gloria”. Juan Luis de Soria no es más que un epígono de Lope de Vega, que escribió aquella declaración universal sobre el enamoramiento: “Desmayarse, atreverse, estar furioso (...)” y que termina: “esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

En fin, los poetas están locos, pero nos hacen falta. Cuídese, amigo lector, que viene ahora una estación peligrosa.

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