Por suerte, llegué a conocer la mítica tienda de la calle Mesones. Tengo el privilegio de haber disfrutado de su escaparate de frutos secos en la calle, y del olor inconfundible y dulzón del interior, con ese aroma que solo desprenden las cosas antiguas, la nostalgia y el tiempo último al que nos aferramos cuando el segundero desgrana sin remedio el fin de la cosas. Ahora, tantos años después de su cierre (ni siquiera me acuerdo cuántos), paso a diario por donde estaba el comercio, a pocos metros del Villamarta, donde tantas y tantas generaciones se aprovisionaron de golosinas antes de entrar al cine o al teatro. Y al pasar por delante pienso en dónde estarán aquellos que atendieron tras los mostradores, rodeados de juguetes, de pasteles y de infancia. Y pienso en ellos también (en mí) en esos críos de pantalón corto o rebeca, de ojos encendidos ante el prodigio de aquella exposición de frutos secos, de chucherías, en unos años, todavía no tan lejanos, donde las prisas, el paro y la ruina que hoy acosan a la ciudad, dormían agazapadas en el baúl del destino.

Qué habrá sido de todos esos niños. Qué habrá sido de aquellos padres que sacaban el monedero o la cartera con tal de ver a sus hijos sonreír, acaso para luego llegar a la calle doña Blanca, camino de la juguetería Álvarez, hoy convertida en un bazar chino, feo, desangelado y que solo huele a plásticos y quincallas.

El tiempo, como tantas otras cosas, y nos guste o no, ha borrado muchas cosas, lo mismo que las olas de la orilla borran los surcos de la arena o deshacen los castillos. Hermanos Perea se fue, y con ello el aroma de las almendras, los colores grises del otoño; las castañas, los higos y los Tosantos. Se nos fue un trozo de la historia, de la ilusión; de esa casa de quimeras. Y ahora echo la vista atrás, veo que la tienda no está, y con ella se nos fue la infancia, el tiempo, y, a ratos, la vida.