El Rey de Reyes vino a nacer cuando el sol de la tarde quebró su última mirada sobre un portalito oscuro y llenito de telarañas, y San José andaba calentando agua para que su esposa María tuviera un parto sin dolor.
Ambos se tenían el uno al otro. Y los dos vivían bajo la confianza de un Dios bueno que no les iba a soltar la mano.
En las ventanas de las casas cercanas, el frío se asomaba para intentar quedarse, y en el cielo una cohorte de ángeles afinaban sus instrumentos para decirle a la humanidad que el Mesías acababa de reinar sobre la faz de la tierra.
Fue justo con la primera sonrisa y el primer balbuceo de ese niño cuando la Historia del ser humano comenzó a caminar por la vereda de la verdad… y desde ese día existe una orilla en el horizonte de nuestros latidos a la que llamamos esperanza.
Así vino al mundo la razón de mi existencia.
Así nació el hombre en el que este humilde junta letras cree.
Así debió ser y así lo recuerdo cada año cuando la Nochebuena abre de par en par el postigo de los recuerdos.
Entre un buey y una mula. En el más absoluto silencio. Alejado de aspavientos y de los focos que algunos necesitan estos días para darse a valer.
Ahí encuentro al que yo llamo -sin miedo alguno-, mi Dios.
El que a veces me desespera con sus decisiones.
El que a veces aparece entre lágrimas y preguntas.
El que a veces rebusco en las Sagradas Escrituras a sabiendas que la mano del hombre fue la que delineó esos renglones.
Ese es mi Dios.
El mismo que hace un par de horas vino de nuevo a nacer en mí y en ti, en nosotros, y que con su presencia, nos volvió a regalar la vida.
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