Casi siempre marca el inicio del calor el final del curso escolar. Se quedan desiertas las puertas de los colegios, callados los patios, vacías las clases. Acaso la pizarra pintada, tratando de detener el tiempo con lo último que el maestro (qué hermosa palabra) explicó a los niños.

Quiero aprovechar esta fecha y esta columna para darle las gracias al colegio de mis hijas. El Colegio Isabel la Católica tiene muchos años. Yo mismo, cuando era un crío, veía desde la ventana de mi casa el patio donde los chiquillos como yo salían a jugar o dar su clase de deporte. Siempre ha estado ahí, en mi memoria, en los años pasados y, ahora, en mi presente.

Tiene el Isabel la Católica un no sé qué de otro tiempo, de romanticismo, de aulas encerradas en la sabiduría de sus profesores: en la paciencia infinita y la labor incansable de Guillermo (puedo asegurarles que para los niños es una especie de ídolo). Uno pasea por sus pasillos y ve a través de las ventanas el patio de jacarandas en flor que, desde hace semanas, Santiago, el portero recoge para que los niños no resbalen cuando salgan a jugar. Santiago es de esos hombres que cualquier empresa querría tener. Adora ese colegio y a esos niños, y sin él lo cierto es que nada sería igual.

Y qué decir de su director, Candi, músico y un profesional como todos los que trabajan allí: inculca a los alumnos el arte de la música: antes de entrar o durante los recreos, en todos los pasillos, suena música clásica, o villancicos si es Navidad, o lo que se tercie. Allí están todo el curso Manu y sus ejercicios, los ojos preciosos de Violeta y su bondad; y Mónica, y todo el profesorado que, creo no equivocarme, aman lo que hacen.

Que Dios o en quien creáis os guarde muchos años. Seguid manteniendo en colegio envuelto en esa sábana de melancolía, de sapiencia y, sobre todo, de generosidad y de valores, los mismos que esos niños que mañana son hombres llevarán prendidos para siempre en los pasos de la vida.