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Crítica de Cine

¡Premio a la basura!

No voy a paso de Oscar este año. La La Land me pareció simpática, pero sin seso. Agradables variaciones sobre tópicos del musical clásico que Coppola y Allen ejecutaron con mucha mayor creatividad e inteligencia en Corazonada y Todos dicen I Love You. La aplaudida, premiada y puede que oscarizada Manchester frente al mar me ha parecido un melodrama -según la RAE: "Obra en la que se acentúan los aspectos patéticos y sentimentales"- que hace todo lo posible por no parecerlo, es decir, porque todo parezca realista, cercano y antirretórico, apto para público que se tiene por inteligente. Para ello lo enfría con el hielo de un supuesto (y falso) distanciamiento y lo envuelve en una (falsa) naturalidad indie. Añadiendo un toque poético con una cursi utilización de la música que se vuelve contra la película desvelando la pedante, engañosa y pretenciosa impostura que es toda ella. Incluida la desvergüenza de ilustrar con el Adagio de Albinoni el momento supuestamente más desgarrador. Basura. Y lo que es peor, con pretensiones y, por lo visto, una hipnótica capacidad para engañar.

Es el universo y el estilo de Kenneth Lonergan, dramaturgo de breve -Puedes contar conmigo (2000) y Margaret (2005-2011: tardó seis años en estrenarla)- pero atormentada filmografía que ahora nos cuenta la historia de un personaje amargado y autodestructivo a causa de un terrible pasado (tampoco es que antes de lo terrible fuera unas castañuelas) con el que se reencuentra al volver a su pueblo para cargar con un sobrino adolescente (y naturalmente problemático) tras la muerte de su hermano. Desolación, duelo, culpa, sordidez, amargura, traumas, cielos siempre nublados, gotas de lluvia cayendo sobre los cristales de los coches… El catálogo completo que conforma lo que, asombrosamente, tantos toman por realismo, proximidad humana y lucidez (en uno de los muy mal integrados flash-back que rememoran el traumático pasado del protagonista hay una escena de cama con los calcetines puestos: ¿se puede pedir más realismo?). Todo para terminar en un happy end más o menos camuflado. ¡Puaf!

James Dean intoxicado por Lee Strasberg habría disfrutado con este papel aún más que este Casey Affleck (peor actor que su hermano Ben, lo que ya es decir, y además con pretensiones) que pone esa inmutable cara de pena y esa mirada perdida que quieren expresar un no confesado tormento interior, y muchos toman por una gran, profunda y conmovedora interpretación. Sería para ceder a consecutivos ataques de risa y llanto que le dieran el Oscar por poner la misma cara ante una cañería rota (se ocupa del mantenimiento de cuatro bloques de pisos) y ante el médico que le dice que su hermano acaba de morir. Desde el principio Affleck lo deja todo claro: les comenta a los más bien amargados inquilinos en qué consisten las averías como si les estuviera recitando La náusea de Sartre. Y mantiene este gesto durante dos horas y cuarto. A lo mejor por esta resistencia le han dado el Globo de Oro y puede que le den el Oscar.

Todo tiene un aire un poco repugnante de María Antonieta y sus cortesanas disfrazadas de pastoras en el Petit Trianon de Versalles: así deben imaginarse los ricos que sufren los pobres.

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