El mal no existe | Crítica

Cuando el caos reina

Lejos de adocenarse o dormirse en los laureles tal vez algo excesivos que hicieron de Drive my car un éxito del circuito de autor hasta auparlo al Oscar después de una carrera previa con títulos más interesantes, sin ir más lejos esa Ruleta de la fortuna y la fantasía que estrenó el mismo año, el japonés Ryûsuke Hamagughi (Happy hour, Asako I & II) parece huir hacia adelante, y sin rumbo previsible, en esta nueva fábula contemporánea en la que confronta no sólo al hombre y el avance capitalista con la fuerza arrolladora de la naturaleza, sino también dos modos de hacer cine, uno musical, hipnótico y casi abstracto, y otro discursivo, verbal, político y transparente, que pudieran ser contradictorios hasta lo antagónico.

Estamos así por tanto ante un nuevo territorio donde la obviedad y el desconcierto, donde la poesía y la prosa, conviven y se dan el relevo en un constante quiebro que recoloca una y otra vez al espectador desde esa majestuosa introducción filmada en contrapicado a ras de bosque, en la que las copas de los árboles acompañan la poderosa obertura musical compuesta por Eiko Ishibashi, a esos pasajes aparentemente anodinos y observacionales donde las tareas cotidianas de un lugareño nos van introduciendo poco a poco en el tema, si es que lo hay, de otro nuevo tramo del filme, a saber, el rechazo de la pequeña comunidad local a que unos empresarios de Tokio instalen en la zona un camping de lujo con las consecuentes alteraciones del ecosistema y la vida de sus habitantes.

Pero lejos de quedarse ahí, El mal no existe vuelve a girar para ponerse al otro lado de la dialéctica explotación-naturaleza cuando acompaña, en un nuevo trayecto en coche, a la pareja de intermediarios del proyecto inmobiliario, quien sabe si para conocer mejor sus razones o su punto de vista o para confrontar las propias simplificaciones de todo discurso ecologista. Mientras tanto, las músicas de Ishibashi siguen percutiendo sobre la imagen como un cuerpo extraño que entra y sale para abrir un clima de extrañamiento que va buscando poco a poco su asiento hasta el sorprendente e inquietante tramo final del filme.

Es entonces cuando la película de Hamaguchi busca una posible lectura retroactiva (y abierta) que cohesione sus tramos dispares y sus desconcertantes cambios de tono. Aquel bosque premonitorio y edénico del arranque transmuta en un espacio amenazante y espeso (ya antes escuchamos avisos en forma de disparos), en el territorio mítico de la desaparición y la tragedia donde, como nos recordaba el colega y amigo Gallego, no precisamente partidario del filme y su autor, puede reinar el caos (a lo Von Trier) ajeno a la mirada y los deseos del hombre. El mal no existe nos ha llevado hasta el inquietante corazón de su propio enigma casi sin que nos demos cuenta, y cómo.