El escenario dancístico que nos ofrece Mónica Iglesias en ‘Tálamo’ nace de la intimidad más profunda, del movimiento poético del baile flamenco que se desliza por un paisaje musicalmente muy por encima de todo lo demás. Es la clave de este montaje, el universo sonoro que nos trae Luis Mariano para sumergirnos en la reflexión sensorial necesaria para conectar la emoción.

Mónica arriesga porque aleja su discurso de lo previsible, consiguiendo desarrollar su idea con muestras de sutiles y suaves movimientos, que nos hacen estar atentos en el mayor tiempo de la hora y diez de duración. Sí que en ocasiones terminamos esperando algo más, un poco de más efecto. Cuando eso ocurre, vuelve a embelesarnos la guitarra del mencionado compositor, además del violín Yorrick Troman.

En este título hablan los silencios, rotos por las muñecas de unos alargados brazos que nos separa de lo terrenal. La figura de Mónica es poderosa en un escenario en el que solo cabe la melodía, pues no existen más elementos en la narrativa que el son de las cuerdas y la voz de Antonio Núñez ‘El Pulga’, un clásico del cante de acompañamiento al que hacía tiempo que no veíamos por Jerez y que sigue manteniendo y defendiendo su personalidad cantaora, marcada por la cadencia en los tonos bajos. Ahí es donde mejor se mueve, reflejándolo en la original malagueña cantada.

Desde el vestuario a los distintos bailes carecen de florituras superfluas. Rompe algo la tónica calmada del guion la aparición en escena del rojo arrollador de su bata de volantes con las que luego dibuja un marco coloreado por la libertad.

Suenan por momentos los tangos, el crujir de las castañuelas, arpegios de rondeña, el cierre por soleá… pero en esta obra no es necesario llevar a cabo el análisis de repertorio habitual porque es la música en general la que ayuda a dejarse convencer y convertir los cuatros elementos intervinientes en un diálogo sensorial.