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Festival de Jerez

Soleá, dame tus manos

  • ‘Serenata andaluza’ mostró anoche en Villamarta ráfagas del mejor Antonio Canales por soleá. Matsumura, Leal y Valencia rayaron a gran altura en una apuesta concertística que dejó un exquisito sabor de boca entre el público

Ni la fragilidad de la Leonor Leal pulcra y virtuosa con bata de cola de las Goyescas, ni la malagueña chaconiana de un José Valencia pletórico junto al piano clásico-flamenco de Matsumura, empequeñecieron los ansiosos, voraces, arranques de Canales en la soleá definitiva. La que se hizo sin piano, la que sonó más flamenca. Una soleá recia, terrible, verdadera en los ecos entre laínos y afillaos de un José de Lebrija que es un cojín de plumas para el baile. Como si desatara toda la danza acumulada durante los últimos años de ayuno autoimpuesto, el artista sevillano, que sigue siendo fuera de toda duda un animal en la escena, sacó aliento interior y metió los pies hasta destrozárselos. Acabó desfondado.

Empleó en exceso la gestualidad, la sobreactuación, quizás como herramienta para tamizar algunas carencias. ¿Baja forma? Puede, aunque la única realidad es que no importa el peso físico. Importa el peso espiritual. Y en esa tesitura se movió el Canales que recibimos anoche en Villamarta. Rebosante de capacidad de transmisión, de ese nervio bailaor que casi no le recordábamos. Rabiosa y temperamental escuela sevillana que en Granada fue contenida y templada por las miradas, los movimientos de cabeza y la expresividad de unas manos dibujando el proscenio. Luego, en la soleá, poco braceo, muchos pies. Más corazón que cabeza.

Los amplios pasajes de piano clásico en solitario de la artista nipona, que si no cayeron en la monotonía del refinamiento académico fue a consecuencia de la belleza atemporal de las piezas maestras seleccionadas -la propia Serenata andaluza, del genial Manuel de Falla-, dejaron oxígeno suficiente para la apuesta jonda de la producción. Eso, a pesar de que el concepto global del espectáculo tuvo más que ver con un concierto bien hilado y de impecable factura que con un discurso narrativo cohesionado e interrelacionado.

De hecho, la retroalimentación de códigos y lenguajes musicales sólo pudo escucharse y disfrutarse a ratos, puesto que lo que prevaleció casi siempre fue lo individual frente a al feed-back de cuerpos, voces, matices, acentos y texturas. El reto, desde luego, era de lo más ambicioso y, teniendo presentes los reseñados altibajos, se cumplió con creces el cruce de caminos entre la música clásica y el flamenco clásico.

Un abanico y un aire de guajira en Cubana, de Falla, con la grácil Leal revoloteándole a la danza; un sugerente mantón de piano y guitarra flamenca bien bordado por Eugenio y Paco Iglesias; unos verdiales de Vallejo a golpe de sonanta; unas sabrosas cantiñas de Pinini; principios de mirabrás... Fueron esos paisajes los que enriquecieron la totalidad de la obra. Retales que fueron armonizando y complementando un piano que bebe directamente, entre otros, de Argerich, a la sazón pianista predilecta de Mie Matsumura, según ella misma ha confesado.

Al margen de la contundente soleá, donde no estuvieron las manos de Mie, probablemente la cota más alta del montaje estuvo en El puerto, donde el puntillismo ibérico de Albéniz -evocado una y otra vez por la difunta maestra De Larrocha- se refugió en las yemas de los dedos de la pianista, mientras el pas de deux de Canales y Leal fue un sutil filtreo incrustado entre las notas magistrales de Matsumura. Una Leo pizpireta y volátil se descubrió una vez más como la enorme bailaora-bailarina que es. Con ese aire a Yerbabuena y una encomiable versatilidad, la jerezana ha ganado en todos estos años arrojo y aplomo sobre el escenario, lo que invita a pensar en que más pronto que tarde podremos verla con una primera producción propia dentro del Festival de Jerez.

Volviendo a El Puerto, fue en esos instantes, cuando, al modo de Stravinsky, escuchamos lo que vimos y vimos lo que escuchamos. La música, universal y eterna, se reveló libre de clichés y etiquetas. Corpórea y etérea a la vez. Un número como paradigma del buen gusto y elegancia que encierra el espectáculo. Al final, Canales, como una pietá renacentista, acogió a Leonor en su cálido regazo, mientras la luz cenital les apuntaba y llegaba el fundido, antes de dar paso al Sol Naciente. Arte en la bella expresión que se hace para sentir, no para comprender.

Piano: Mie Matsumura. Baile: Antonio Canales, Leonor Leal. Cante: José Valencia. Guitarra: Eugenio Iglesias, Paco Iglesias. Idea original: Javier Puga. Coreografía: Antonio Canales, excepto números 3 y 8, coreografiados por Leonor Leal. Iluminación: Manu Llorens. Vestuario: Lina. Sonido: Ángel Olalla. Diseño y dirección de iluminación: Javier Puga. Dirección: Javier Puga. Día: 4 de marzo. Lugar: Teatro Villamarta. Aforo: Lleno.

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