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El Museo de los Relojes, origen del ahora Museo del Tiempo
Jerez, tiempos pasados
Un museo único en Europa, con más de 300 relojes funcionando de todo tipo, diseño y época, fabricados por los mejores relojeros artesanos del mundo entre los siglos XVIII y XIX, que cuenta ya con alrededor de cuarenta años de existencia y el desconocimiento de la mayoría de los jerezanos.
LA vieja manía de los políticos de cambiar los nombres de las cosas, de las calles, de las instituciones, hizo hace algunos años que el que originariamente se llamara Museo de los Relojes se trocara en el actual Museo del Tiempo. Y al unírsele el Museo del Vino, ambos ubicados en el mismo lugar, el antiguo recreo ‘La Atalaya’, en la calle Cervantes, con entrada por la de Lealas, para hacer más fácil su promoción se dio en unificarlos bajo el nombre de los Museos de la Atalaya.
El Museo de los Relojes alberga en sus numerosas salas más de trescientos relojes, todos ellos en perfecto estado de funcionamiento, por lo que puede decirse que se trata de un museo totalmente en activo, vivo, ya que su conservador se preocupa de darles cuerda diariamente, a todos aquellos ejemplares que lo necesitan, por lo que resulta altamente curioso visitar este templo del tiempo a las doce del mediodía, momento en que podremos escuchar, al unísono, las campanadas de todos los relojes que cuentan con sonería. Un verdadero espectáculo para los oídos, totalmente inolvidable.
Por su magnífica colección de más de trescientos relojes de todo tipo, diseño y época – imperio, Luis XVI, Carlos X, etc. – fabricados la mayoría en Inglaterra y Francia, en madera, bronce dorado o negro, porcelana, mármol, cristal y otros materiales nobles, puede decirse que se trata de un museo único en Europa y uno de los pocos, en su especie, que puedan encontrarse en el mundo.
Algunos de estos relojes, expuestos en este museo, además de dar la hora, tienen sonería para cuartos y medias. Y hay diseños tan curiosos como el de un reloj francés de sobremesa, en bronce dorado, que reproduce el puente de mando de un buque, con el timonel en su puesto y otro marinero faenando; o un reloj de sobremesa, modelo segundo imperio, en bronce pavonado y dorado, cuyo muñeco representa un mandarín que realiza un breve juego de manos, con dos cubiletes, como los que hacen los trileros en las ferias.
Hay figuras realmente impresionantes, como la que ofrece un reloj de bronce dorado, estilo Luis XVI tardío, tamaño 48 X 58 cms. que representa a Neptuno en su trono, llevado por tritones; o el Carro de Apolo, tirado por leones, realizado en biscuit de Sévres y bronce, de 34 X 42 cms. Fabricado en París, en el siglo XVIII. También puede verse un precioso centro de mesa, reproduciendo en mármol de Carrara el célebre grupo escultórico de las tres gracias, de Falconet, con reloj de esfera giratoria, en su cúspide. Igual motivo que encontramos en otro péndulo de bronce dorado y mármol, para centro de mesa, ya que su decoración es de contorno completo. Las tres gracias, de bronce muy coloreado, están rodeadas de finas guirnaldas de flores, también de bronce dorado, que resaltan con su luz y su brillo sobre las figuras así encadenadas.
El Carro de la Cosecha tirado por dos bueyes es otra composición, péndulo imperio en bronce dorado; y numerosos ejemplares figurando dioses como Cupido, Ceres, Eros, Cronos, y escenas pastoriles o alusivas a la música y otras artes; así como a la lectura, al amor, a la maternidad; hermosean las estanterías de este extraordinario Museo de Relojes increíblemente bellos, originales y verdaderamente fastuosos algunos de ellos, lo que hace que, junto con el Museo del Vino, y los cercanos jardines y fuentes los Museos de la Atalaya sean un maravilloso, atractivo y exquisito lugar, digno de ser cuidado, conservado y mejorado en lo posible, como importante centro turístico de primer orden, pudiéndose visitar como complemento de las centenarias bodegas jerezanas.
Un museo, el de los relojes que, desgraciadamente, aún hoy, después de más de cuarenta años de su apertura, es prácticamente desconocido para muchos jerezanos, que únicamente conocen de oída su existencia.
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