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Tierra de nadie

Del "digo" al "hago"

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imagen de archivo / Miguel Ángel González

Loshumanos nos hemos especializado en el dominio de todas las facetas, que son muchas, de la hipocresía. Por alguna misteriosa razón -puede que el egoísmo, la búsqueda cómoda de "lo fácil", la propia conveniencia, no sé…-, en lugar de elegir el camino, siempre más corto, de la sinceridad, las más de las veces optamos por mentir, falsear, modificar o adaptar la realidad de nuestras miserias a la conveniencia de nuestros intereses. Esto conlleva, si queda resquicio de conciencia u honor, tener que aceptar la sumisión a un sentimiento desconsolador, el que nos recuerda, más de lo que le pedimos, la falta de entereza y voluntad que nos llevó a decir lo que no tuvimos o hacer lo que no debimos.

Hay una hipocresía institucional que lo abarca todo. Es la que inunda religiones, leyes, doctrinas, normas… Es fácil escribir lo que "se debe hacer", como hay que comportarse, qué está bien y qué mal. Es fácil disponer cumplimientos, establecer penas, delimitar responsabilidades, fijar obligaciones… Somos especialistas corporativos en decirles a "los otros" qué, cómo y cuándo hay que hacer las cosas. De modo instintivo, cuando determinamos la aplicación de cualquier regla, pensamos que lo hacemos para los demás, damos por hecho que a nosotros "eso no os hace falta" -al menos, no en la misma medida que a ellos-, que somos lo suficientemente responsables -al menos, más que ellos- como para tener clara la obviedad de nuestras obligaciones, lo bastante consecuentes como para asumir lo que creemos evidente. Pero en absoluto es así.

La hipocresía socializada, en cualquiera de sus formas, modos y extensiones, puede corromper la moral del individuo al sumergirlo en un mundo en el que ella es la norma. "La costumbre hace ley", dice el refrán, así que cuando a diario sentimos, comprobamos y sufrimos la misma lacra, hay quien puede llegar a creer que no lo es tal, asumirla e incorporarla como parte de su conducta.

Luego está la otra: la hipocresía personal, la que cada uno de nosotros guarda en alguno de esos secretos e íntimos cajones -a veces arcones- que no nos gusta mirar pero que no podemos evitar abrir. No es que ésta -la propia- sea peor que aquella -la social-, pero sí de efectos mucho más dolorosos, destructivos e irrecuperables.

En ocasiones la usamos como escudo, para tratar de eludir una situación no deseable. Otras la utilizamos como arma, para herir a quien queremos hacer daño. A veces es herramienta para conseguir lo que no merecemos; otras, trampa para evitar adversarios. Pero siempre es ruin, de baja condición, y miserable.

Y, como en casi todo, también hay diferentes grados de perversidad en el juego del hipócrita. No es lo mismo -al menos no para mí- fingir una cualidad que no se tiene, a hacerlo con un sentimiento contrario al que se experimenta. Y es precisamente ésta última "modalidad", la que afecta a los sentimientos, la que más me interesa, por ser la de consecuencias más devastadoras e irreparables.

Es materia que da para ensayo y novela, así que los ligerísimos trazos que en este corto espacio he podido esbozar sólo lo están a modo de advertencia para incautos, desprevenidos, charlatanes, desaprensivos, frívolos o cobardes. Los canallas que la hacen suya a conciencia, tendrán tratamiento propio.

Hay pocas actitudes más mezquinas, dentro del entorno al que tenemos fácil acceso a diario, que hacer sentir a alguien un sentimiento diferente al que realmente tenemos por él. Sea amor, sea amistad, o simple cariño; cuando de estos menesteres tratamos hemos de tener siempre muy presente -y no valen excusas, de ningún tipo- las profundas decepciones a las que nuestra hipocresía puede llevar -impensables-, las aflicciones, terribles, que podemos provocar, o el daño que podemos causar -inimaginable-. Los sentimientos no se pueden controlar, el daño que se les puede hacer, tampoco.

La infidelidad continuada a tu propia palabra te conduce al hábito de hacerlo, la permisividad reiterada en el respeto a tus principios te lleva a pensarte libre de compromisos incómodos: el "digo" ya no obliga el "haré"; "lo intentaré", es un decir…; "si puedo…", un chiste; "amistad", vamos a tomar unas copas, "amigo", una expresión; y un "te quiero", poco más que "hasta mañana…" Y no.

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