Le mordió la serpiente y se murió

Desde la Castellana

Alejandro Daroca

03 de junio 2011 - 08:38

L A moza se llama Ilona. Ilona Carter. Una americana cuarentona, de buen ver, con las carnes prietas, ojos claros y melena rubia y de profesión, prostituta de semilujo. Actúa en un cabaret, de los que nos enseñan las películas de cualquier ciudad estadounidense, de esas en las que sólo se puede ir de paseo a un ‘mall’, comerse una hamburguesa de las buenas y por la que, de vez en cuando, atraviesa un tornado que arrasa el sur de la ciudad –las catástrofes siempre suceden en el sur de algo—y deja destripados a un centenar de ciudadanos. Ilona es ajena a estas vicisitudes y su actuación era del gusto de los clientes del cabaret, que no se llama El Savoy como lo hubiera bautizado el escritor José Luis Alvite.

Pero en esta historia, el éxito de Ilona Carter no era total. Le faltaba algo, le decía su manager, y tras varios estudios, Ilona decidió incrementarse las mamas. O sea, las tetas. Le habían convencido de que esa sería una medida definitiva para sus actuaciones en lo alto de la tarima del cabaret. Allí aparecía a diario, contoneándose y con una gran serpiente, en apariencia inofensiva, que se le enroscaba por el cuello y por las partes más erógenas de su cuerpo, lo que provocaba el delirio de algunos de sus asiduos clientes, que le depositaban los dólares en los elásticos de su escueto bikini.

Pero por los consejos de su manager y de sus cercanos, se fue hasta una clínica de cirugía plástica, no ciertamente contrastada, sino de las baratas, y acabó exagerando el perímetro de su pecho gracias a unas inyecciones de silicona. A los pocos días ya estaba en condiciones de volver a la plataforma y certificar en directo los beneficios de la operación, que sus buenos dólares le había costado y que tenía necesidad de amortizar a marchas forzadas. En la primera de sus actuaciones y cuando se echó la serpiente al cuello, ésta, extrañada por el nuevo perfil por donde tenía que deslizarse y las nuevas protuberancias, se sintió inquieta y acabó mordiendo, no sin cierta dulzura, aquellos magníficos globos que tenía por delante. Fue casi instantáneo y a los pocos segundos cayó como fulminada. Pero no fue Ilona quien murió como cabía esperar y suponer. No. Fue la serpiente la que perdió la vida ante el estupor del gerente del local y los aplausos de los clientes.

La silicona resultó venenosa y no la picadura de la serpiente. ¡Qué sorpresas te da la vida! Ilona recuperó su espectáculo, de ahora en adelante sin aditamentos animales, porque tampoco le hacía ninguna falta y ha continuado con éxitos su vida profesional, por supuesto con la exhibición de sus magníficos globos.

La moraleja, que no sé si la tiene, que la saque cada uno. Es una historia con visos de verosimilitud, verdaderamente canalla, pero actual como la vida misma. Ya ni los aditamentos ni los añadidos son de calidad. Y estamos expuestos –al menos, ellas- a que les den gato por liebre. Porque la silicona era venenosa, al menos para los reptiles, Ilona no debería seguir en tan perra vida y el cabaret debería haber sido pasto de algún tornado de los que se elevan hacia los cielos. Pero lo cutre y lo canalla siguen conformando el transcurrir de nuestras vidas. Al menos, las de algunos.

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