El racimo de uvas, la esencia del vino de Jerez
Juan Mato era el capataz de La Capitana, un viñedo propiedad de las afamadas Bodegas Buchanan. Un tipo grande de cuerpo y alma que andaba sobrado de capacidad para el mando, algo difícil de hallar en los años sesenta del siglo pasado. Antes del amanecer, Juan se levantaba de la inmensa cama que compartía con su esposa María y salía a recolectar la escasa fruta que daba su palenque, un pequeño huerto acotado para la siembra y antes de que fuera picoteada por los pájaros. Algunas brevas o perillos en junio, ciruelas claudias en julio y un par de granadas mollares o de membrillos a principios de cada otoño. Luego, con las primeras claras del día, recorría de punta a punta los liños de sus cepas y comprobaba como habían pasado la noche, casi las despertaba una a una.
Manuel Buchanan era el enólogo y uno de los dueños de esa bodega jerezana. Un enamorado de la viña y de sus fastuosos carriles, especialmente en primavera cuando el agua desfilaba por las gavias y cunetas convirtiéndolo todo en un verdadero jardín de diseño. Manuel decía siempre que el colorido de esos senderos habían sido copiados por Claude Monet para diseñar su famoso jardín de Giverny, y aunque les faltaban las nymphéas de sus estanques, no podía existir una mayor sinfonía de luz y color tan soberbios como los que se juntaban en los humildes pagos del viñedo jerezano. Ramilletes de margaritones coronarios mezclados con decenas de sombrerillos de zanahorias silvestres y millones de jaramagos amarillos. Una estampa impresionista- pensaba- donde se salteaban las zullas rojas con millares cardos marianos, borrajas y florecillas de viboreras. Y todo ello salpicado con el verde fulgurante de un viñedo donde aquel sábado de abril una borrasca mañanera había descargado un puñado de agua sobre sus nuevos pámpanos, los pimpollos tiernos que crecían ligeros detrás de sus zarcillos para enredarse con los sarmientos contiguos. Manuel escaló hasta los cerros más altos y fue acariciando los tallos jóvenes, teñidos ahora de azul por el sulfato que fumigó temprano Mato, comprobó que no estaban dañados por el aguacero y se asomó al interior del pilón del pozo, que estaba teñido del añil del alumbre, un color similar al que cerraba el arco iris que se veía lejano y seguramente cercano ya a Grazalema.
El viñedo jerezano le enseñaba su extremada belleza, el alineado de cepas verdes, bañadas de sol, resaltaba sobre el ocre de los trigales y el azul limpio del cielo, aunque con algunas pompas de nubes sueltas de la borrasquilla mañanera. Unas nubecillas que tenían forma de corazón y otras de algodones azucarados de feria. El bodeguero disfrutaba de todo esto cuando se encontró con Mato, el encargado de cuidar aquella viña-jardín y entablaron la siguiente conversación, tras saludarse: -Mato, el año que viene vamos a probar aquí una Vaslin, durante la vendimia-¿Una Vaslin y eso qué es, don Manuel?-el capataz no se enteraba bien de lo que iba la película, pero su jefe le contestó- “es una prensa horizontal que sirve para pisar los racimos sin que intervengan los pies del hombre”.-¡Anda ya, don Manuel, no venga usted dándome esos sustos tan temprano!-La idea es que, si funciona aquí, se sustituirían todos los lagares de nuestras viñas por máquinas como esa en la bodega de Jerez. -¡Eso que me dice no tiene ni pies ni cabezas!-soltó el capataz sin pensárselo dos veces.-¡Hombre, debes reconocer que concentrar todas las pisas en un solo lagar, es lógico! Habrá agua en abundancia y se eliminarán bacterias que afectan a la salud de los mostos.-Mato seguía escamado y aquello empezaba a sacarle de quicio. ¡Os equivocáis, olvidáis lo más importante!-respondió, mientras el vinatero no se aclaraba tampoco y preguntó: ¿Por qué, Mato?-“Pues ni más ni menos porque perderéis el contacto con la tierra, el vino comienza su vida en la viña, las cosas que sucedan en ella durante la primavera y el duro verano marcarán su existencia para siempre y en la pisa de la uva, el alumbramiento del vino, ya lleva en los genes al terruño, al sol, el viento, la lluvia y hasta el aire que respiran estos viñedos”. ¡Mire esos racimillos nuevos, que ya están aprendiendo algo para convertirse en el mejor de los vinos del mundo, el de Jerez! “Si renunciáis al viñedo, qué es lo que me insinúa”- continuó seguro el capataz- “no sentiréis el sol que acaricia las cepas cada día, ni las aguas de las lluvias que empapan la tierra, ni notaréis el azote del maldito levante de julio, ni las cepas mojadas por la blandura, la bendita humedad del mar”. ¡No entenderéis lo que de verdad es el vino!-El enólogo no sabía como salir de aquel berenjenal, pero intentó tomar la sartén por el mango y exclamó: ¡Juan hay que arrancar de una vez por todas hacia el progreso!-¿Ha dicho arrancar? -contestó sin cortarse un pelo el buen capataz: “eso justamente es lo que sucederá, que en unos años arrancaran a estas cepas llenas de jugo, pero ojalá yo no lo vea”. Entonces- continuó el humilde capataz- “ya nadie sabrá apreciar los aromas florales y frutales que acompañan siempre a nuestro vino, sólo valoraréis su crianza y, con suerte, su vejez”.
Casi preso de pánico, el dueño del viñedo intentó reconducir el asunto -!Caramba, estás consiguiendo que empiece a dudar de la eficacia de estos cambios técnicos!- pero el viñista apuntilló: “la calidad de nuestro vino ira mermando, perdiendo su singularidad y con ese criterio acabaran vendimiando en agosto, sin riesgo para el viticultor ni para algunas bodegas a quienes la viña les importa un pepino” -siguió pontificando el bueno de El Mato: “vendimiaran las uvas semi maduras, con pocos grados y a los viñistas mediocres les gustará porque lo harán sin pudrición, pero al final, los consumidores se darán cuenta que ese invento de la inmadurez y de la fortificación exagerada acabará con nuestro Jerez”.“Los racimos alcanzan su madurez en septiembre, cuando concentran sus aromas, que están en el grano, en la piel, en los hollejos. Un mosto en agosto no huele a nada”. “Eso es verdad”-aceptó por fin el vinatero- “nuestro vino no debe seguir ese camino, sobre todo si quiere ser de alta calidad”. -Vaya Mato, medio me ha convencido, pero ¿de verdad cree que no pisar los racimos en la viña sería el abandono de todo y el comienzo del fin del vino de Jerez?-¡No tenga la menor duda, señor Buchanan!
Juan Mato falleció unos pocos años después de aquel encuentro mañanero que comenzó siendo tan feliz para Manuel Buchanan. No llegó a conocer las fabulosas instalaciones que montaron las bodegas, con estrujadoras automáticas, casi controladas por ordenador y que generaron unos vinos limpios, correctos, inmaculados, pero que no olían a ningún tipo de flor ni tenían recuerdo alguno de la tierra. Unos vinos cuyas uvas no fueron tocadas nunca por las manos de ningún vendimiador, muchos de ellos, como Mato y Manuel, enamorados de esos dorados racimos de uvas que nacen en el viñedo jerezano al final de cada verano. El fruto que mejor representa a la Naturaleza, el ejemplo de la riqueza, de la abundancia. El manojo de frutas más usado por artistas y culturas y por la humanidad. La representación de la vida y, además, el origen de esos vinos que alegran el corazón de los hombres y de todas las mujeres del mundo.
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