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Un pisito de 50 años

Wilder convenció a todos con el filme 'El apartamento', con el que ganó tres Oscars

Shirley MacLaine y Jack Lemmon, en una de las escenas de la película 'El apartamento'.
Javier Miranda / Cádiz

20 de junio 2010 - 05:00

¿Cómo funciona la mente de un genio? La génesis de El apartamento, que cumple estos días medio lozano siglo, puede dar una pista. En su momento, Billy Wilder vio el magistral melodrama de David Lean Breve encuentro, pero más allá del no consumado amor entre sus protagonistas se quedó prendado de un personaje secundario: el amigo de Trevor Howard, que no tiene inconveniente en cederle su piso para sus amores clandestinos. En un rasgo muy wilderiano, Lean lo presenta como un tipo cínico y duro, del que notamos en sus cortas escenas su soledad y falta de cariño. Billy estuvo dándole vueltas a este sujeto entre las cuchillas de afeitar que según William Holden plagaban su mente. Pero supo trascender el modelo, pues el personaje de Breve encuentro acaba siendo alguien de la complejidad de C.C. Baxter, el trepa que cede su apartamento para las aventurillas de sus jefes y quedar bien para los ascensos. El eje de la que puede ser la mejor comedia dramática de la Historia del Cine estaba tendido.

El apartamento es una de esas raras avis donde un cineasta irrepetible se halla en estado de gracia y convence a público, crítica e industria. Wilder se coronó ganando tres Oscars personales como guionista, director y productor del film y a la vez hizo un clásico que tiene el honor de ser uno de los filmes elegidos como patrimonio nacional por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Para Billy fue la culminación de un viaje. Convertido desde su debut como cineasta -aunque su labor previa como guionista ya daba pistas previas- en la cara sarcástica de Estados Unidos, el gran fracaso y la indignación levantada en 1951 por la que acaso sea su película más cáustica, El gran Carnaval, le asustaron y le hicieron echar el freno. Por eso su filmografía en la década de los 50 da algún tumbo. Incluye comedias menos hirientes como Sabrina o Ariane, que a pesar de sus cualidades hacen alzar la ceja a los billywilderianos de pro, o biografías de un personaje tan incómodo en la historia estadounidense como Charles Lindbergh. Es curioso que fuese el teatro el que le rescató. Su adaptaciones de los éxitos escénicos La tentación vive arriba y la magistral de Testigo de cargo le hicieron recuperar la confianza en su látigo. Tras otro de sus títulos cumbre, Con faldas y a lo loco, Billy estaba preparado para El apartamento.

Y es que este inolvidable film equilibra los dos Wilder. Vuelve a ser un cínico despiadado presentando a la sociedad consumista de los Estados Unidos de la segunda postguerra mundial, llena de trepas con una moralidad social y empresarial bastante hipócrita. Un mundo donde se valora más la productividad y la posición -detalle magistral marca de la casa el de la posesión de la llave del lavabo de los jefes- que los verdaderos sentimientos. El sincero amor -el que se nos resulte incomprensible lo hace más tierno paradójicamente- que siente la señorita Kubelik por el amo del universo Sheldrake o el del propio Baxter por la ascensorista, son flores que nacen en un estercolero moral y por eso no tiene mucha facilidad de prosperar. Billy es hiriente en las escenas de Navidad con Baxter borracho y hablando patéticamente con una solitaria, o en hacer que todos sus vecinos piensen que se tira la vida padre, mientras en realidad él se resfría haciendo tiempo en la calle. Hay detalles más obvios y más sutiles. Entre los primeros, el juego con el revelador espejo roto. Entre los segundos, el plano de Sheldrake abriendo los regalos el día de Navidad con su familia. Basta esta toma para que nos demos cuenta de qué huye el gran jefe de la función. O la raqueta que sirve para colar los espaguetis, prueba mayúscula del desastre en que vive un hombre soltero y que no tiene mucha esperanza de dejar de serlo (o más bien que en su vida de trepa no contempla una relación que le puede alejar del lavabo de los jefes). Los que creen, que los hay, que Billy sólo es un brillante guionista, deberían analizar bien los juegos visuales de El apartamento.

Pero al mismo tiempo el cineasta demostró que su paso por la dulzura de Audrey Hepburn dejo huella, pues hay en su film una gran ternura. De hecho, El apartamento es una de estas raras películas donde uno tiene la sensación de que el delicado equilibrio de la vida, entre la risa y la amargura se ve con claridad, aunque una melancolía de fondo lo tiñe todo. Más que una historia de amor, es la historia de dos víctimas de un sistema implacable que acaban encontrando su dignidad, aunque sea al precio de mandarlo todo a paseo. Es en esa clave donde debe leerse el ambiguo desenlace, pues Kubelik no responde a la apasionada declaración de Baxter. Curiosamente, en ese mismo 1960 Buñuel finalizaba su capital Viridiana con otra partida de cartas de resultado incierto. Las coincidencias entre los genios a veces son escalofriantes.

Fue un rodaje feliz, atrapados todos por un libreto magistral. Dicen que Borau lo analizaba en sus clases de guión. Wilder se llevó muy bien con Jack Lemmon y Shirley MacLaine, algo menos con Fred MacMurray al que por segunda vez cambió la carrera. En 1944 cuando le propuso el papel de Perdición el actor era una estrella de la comedia ligera y no vio claro lo de convertirse en un asesino. En 1960 MacMurray de nuevo era estrella de los filmes familiares de la Disney y otra vez vio cómo su viejo amigo Billy le ofrecía un papel mezquino. Pero uno siempre creyó que esta aparente coincidencia no era tanto. MacMurray es un nexo de unión claro entre dos obras maestras como son Perdición y El apartamento. Además de que las oficinas de las dos películas se parecen -aunque la segunda, obra de Alexandre Trauner, es más contundente- puede pensarse de que el jefe Sheldrake podría ser Walter Neff, el protagonista de Perdición, de haberle salido bien el plan de quedarse con el dinero del seguro y con la rubia. Alguien de innoble pasado pero legalizado por un sistema que prioriza el éxito social ante todo sin preguntar mucho por los orígenes. Como crítica sutil del capitalismo estadounidense, no está nada mal.

Se podría escribir mucho más de esta obra maestra cincuentona, pero el mejor homenaje es sumergirse de nuevo en el apartamento de Baxter, como mirones de una irrepetible comedia humana. Luego echen un vistazo a lo que ofrecen las carteleras de los cines hoy en día. Después de todo, cualquier tiempo pasado fue mejor.

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