El parqué
Jaime Sicilia
Tono pesimista
el poliedro
El mercado perfecto es una entelequia, o sea, sólo existe en la imaginación. Hay quien se lo toma a pecho, como sucede con las cosas de la fe: aunque la razón diga otra cosa, tú tiras por la calle de enmedio y te crees lo que has decidido creer. De tal modo que los crédulos en el mercado sin traba se comportan como cándidos apóstoles, y esto en el mejor de los casos: en el peor, son esbirros de una utopía. Porque, a saber, un mercado perfecto necesita perfección, lo cual cursa con el aceptar los siguientes dogmas: en cada mercado, el producto que se compra y vende es homogéneo, o sea indistinto; los vendedores no pueden influir en el precio de forma artera ni oligopolista; todos los agentes del mercado -productores, intermediarios y compradores- tienen la misma información, y ésta es, encima, completa. Podemos parar aquí para descartar la perfección, que, ya puestos a teresianos, es un camino: no cabe aspirar a encontrar el santo grial. Cuando, en la última década del XX uno comenzaba a dar clases a los pollos de economistas -quién pudiera volver, aunque sea una temporadita, como alumno a ese ruidoso gallinero de recientes mayores de edad en el que el único fallo era la espada de Damocles de los exámenes-, pululaba un libro de un consultor turístico, Josep Chías, cuyo título nos viene aquí pintiparado: El mercado son personas. Pues si el mercado son personas, que lo es, dejemos de lado cualquier esperanza de perfección.
Ulteriormente, y supuesto caso que usted -como quien suscribe- crea en la necesidad de un mercado lo menos trabado posible, debemos plantearnos qué se puede hacer para que los mercados sean lo más eficaces posible (que cumplan su objeto social de asignación e intercambio) y lo más eficientes posible (que lo hagan productivamente). Permitan que mi creencia en la bonhomía universal flaquee. Por lo mismo que a los individuos conviene atribuirles y hasta aplaudirles un saludable nivel de egoísmo -saludable para el mercado-, a las empresas debemos concederles su afán natural de búsqueda del beneficio y el crecimiento. Ésa, y no las declaraciones de altos compromisos sociales, es su verdadera responsabilidad social, aparte de otra meramente higiénica, cumplir la ley. O sea, y en esencia, dar empleo digno y cumplir sus obligaciones tributarias. No conviene olvidar la fábula del escorpión y la rana. Si no la recuerdan, búsquenla, es ilustrativa de la naturaleza de las cosas: "Yo pico porque soy un escorpión; yo busco el lucro de mis propietarios porque soy una empresa". Y eso no sólo es así, sino que es biológica y socialmente benéfico. Si, repetimos, el toma y daca está tutelado, y ahí colisiona esta opinión escrita con los acérrimos del libre mercado, que no no pocas veces son beneficiarios de dineros públicos: contratos jugosos, sueldos propios o de familiares directos, ayudas empresariales, becas o colegios concertados para los hijos... logrados para la causa común a partir de los odiados impuestos. En fin, recordemos a Upton Sinclair: "Es difícil conseguir que una persona entienda algo cuando sus ingresos dependen de que lo entienda".
Esta columna surgió de la idea de informar y opinar sobre cómo un territorio de alto componente público y social, aparte de un inmenso mercado, la UE, se prepara para dar respuesta a los afanes proteccionistas y ayudas paternalistas estadounidenses y al comucapitalismo chino: puro Estado interventor en dos países donde las empresas lo son casi todo, o están en ese camino. El capitalismo debe ser tutelado o no será, ya se ve. No se vive de entelequias y desiderátums. Los fondos Next Generation post-pandemia son un ejemplo de cómo la iniciativa privada y el curso de las economías viven en buena medida de lo público. Seguiremos aquí con este tema próximamente.
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