Nos llaman los homos sapiens. Sin más calificativos que hagan falta. Así somos. Pero sin embargo actuamos como bóvidos intrascendentes. Somos la generación afortunada. La de los lujos y el ocio por bandera. Sin más que añadir. Pero las circunstancias ayudan. Y es que lo del González Hontoria cada año es para analizar. Una fiesta internacional, elegante, llena de colorido, que se apoya en el formato de encierro entre seis calles a modo de cuarentena. Es cierto que al alcohol jerezano hay que darle la salida necesaria de cada vendimia, que los mayoristas de cervezas y refrescos deben acabar con existencias, que a los restaurantes y bares no les importa perder su dignidad con cartas acomodadas, que los turnos de limpieza y de mantenimiento del ferial deben tener sus nóminas mensuales acrecentadas por horas extras, que las cuadras y caballerizas deben seguir dando camadas y que las empresas de trajes de flamenca, de flores artificiales o de cacharritos disfrutan dando demanda a la oferta ensimismada y clientelar de una semana de jolgorio. Pero lo cierto es que, a modo de campos de concentración, hay un arrejuntamiento voluntario sin ánimo de queja alguna y en unas condiciones poco saludables durante siete días en poco más de varias hectáreas con el solo y respetable objetivo de beber, bailar y hablar. De sudar ni hablamos. Y de arrimarse todo lo que se puede, sin comentarios. Puede que sea una fiesta de la alegría, donde la energía se va entre el albero, la música y el cansancio.

El resto de la ciudad es un espejismo. La tranquilidad de la convivencia lejos del real es también para analizar. No sabemos si los equivocados son los que no pisan la feria o los que desayunan, almuerzan y cenan en ella de manera compulsiva. La adicción del feriante crónico puede que sea otro síntoma de la falta de criterio de esta sociedad.

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