Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Con el domingo pregonero de pasión nos situamos en la liminalidad de la exuberante semana de todos, la única capaz de hacer palpitar todas las aguas en el mismo delta del sentimiento. Llega excesiva, plena de puntos de vista, igual y distinta para niños y padres, tan sensorial para enamorados como para ancianos, sorprendente para los guiris y renovadora de magia para los habituales. Todos a una, en esa manera que tiene la ciudad de desbordarse por sus calles. Jerez exaltado, hecho Dios y hombre, cielo y tierra, pecado y gracia, fusionado en la enigmática amalgama de sensaciones apasionadas. Dios anda con su muerte por cada rincón del alma, con su muerte y con su vida. La ciudad lleva aire de luz y sentimiento, en cante y llanto, en lluvia, sol u oscuridad, porque hasta los cielos se confabulan en un mismo deseo de esperanza o de fracaso. Eros y Thánatos conjugándose a cada paso por todos los rincones del Jerez jondo y sencillo, de los barrios, las esquinas y los momentos. El pueblo se hace Hermandad, y la Hermandad medida de todo. El capillita ha encontrado su verdadero tiempo, los especialistas en Muerte y Pasión florecen con la primavera de los detalles, con la observación de su especialidad y con la crítica acertada al alfiler y el pañuelo bien puesto. Los pormenores se convierten en la cosmología interpretativa de cada instante. Semana Santa donde la teología del pueblo supera la de los Concilios y trata la muerte con jovialidad. Todo es sencillo a la vez que profundo, los titulares para la vida y la muerte van dejando tras de sí, sin embargo, un sentir alegre en vaivén de llantos y sonrisas, como el rictus de la Gioconda en su indescifrable misterio. Azahar, jazmín, incienso, aromas entre los claroscuros de los cirios; rasos, ruanes y ternos, engalanando de añejo el melancólico presente, como queriendo volver a lo que en realidad nunca fuimos. Hay algo de astracán en todo ello; pero forma parte del acontecimiento general que se vive en todos los cortejos: adornos, dalmáticas, casacas, un mundo distinto queriendo representar algo del más allá que más acá no se entiende. Se reproducen en las cofradías, como anamnesis sacramental, los retratos amarillentos de lo que otrora hicieran nuestros ancestros. Fieles a la tradición, las procesiones manifiestan su cariz personal en vestimentas de delicada hermosura: túnicas de múltiples colores, pajes con ropones, dalmáticas, pertigueros con jubones, medias y gregüescos; toda una pasarela de complejos y místicos significados, crípticos algunos, y otros de nuevos colores inventados, como una primavera de múltiples rubores, texturas imposibles que alguien en los palcos estará dispuesto a explicarte con aires pseudo-filosóficos. Jerez vive la Semana Santa como el punto de llegada de todo, la desembocadura de todos los anhelos cofrades. Porque aquí son cofrades hasta los contrarios y detractores, tan necesarios, que le dan su puntito a los que viven y mueren por sus cofradías. En este momento se llega al tiempo exacto, al lugar donde las manecillas del reloj recapitulan todas las horas anteriores, porque la Semana Santa en Jerez dura más que siete días. El pueblo llano se erige en teólogo y sabe unir su realidad cotidiana con la eternidad de Dios: herreros, tapiceros, bordadores, orfebres, mirones se constituyen en sabios maestros de su oficio. Hasta las velas se encienden con 'musho arte'. Todo es la hechura del palio, y la fe no se encierra en el catecismo sino en la medida de los varales, las mecías a compás y la candelería encendida que te quita 'to er sentío' ¡Confluencia de perfecciones! Pura, sabia y 'jonda' fe del magisterio del pueblo que 'en todas las primaveras anda buscando escaleras para subir a la cruz'. El aire se respira de otra manera. El olor a azahar, incienso y churros impregna cada instante de los espacios vitales. Lo anecdótico se vuelve sublime cuando los titulares, que se llevan en el bolsillo interno del chaleco o la cartera, salen de verdad a la calle transformando el barrio, el bar y las esquinas. El Cristo y la Virgen lo impregnan todo, se encarnan hasta en los problemas para volverlos risas, y es, entonces, cuando, al compás de la música, se mitigan las penas, cuando sus caras guapas proyectan el sentimiento del tú a tú que se hace oración y saeta por el aire. Y se habla de la 'Madre de Dió', y te encarnas en ella cuando al mirar su cara te sonríe, te habla, te escucha. Y ya está. El corazón se acompasa al ritmo de trompetas y tambores; de pronto, el grito del capataz: ¡A esta es! Un rachear de pasos inunda las entrañas de Jerez. Riela la luna de Nisán entre risas, murmullos y griterío… ¡pipas, almendras, caramelos, palomitas! y un niño ¡la mare que lo trajo! con su chirriante trompeta de plástico, imita la marcha de la banda que se aleja. Tradición, sentimiento, penitencia, muerte, trabajaderas, cruces de guía, calles cofrades, atascos. Toda una ciudad con sabor a Templo y a heterodoxia oficial, con sus mercaderes dentro, con 'too sus avíos', como la Jerusalén de aquel tiempo, en que iba Jesús por sus calles revolviéndolo todo; con su Madre, pobrecita mía, enmorecía de pena, hasta los amaneceres, que vaya de recogía. Ahí va Jerez, chorreando amor y llanto, riendo, bailando y rezando al mismo tiempo.

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