Visto y Oído
John Amos
No hay conversación política, social o empresarial en España que, al hablar de dificultades, no incluya esta frase ya tópica: "Ahora, con los fondos europeos que vienen ..." Los reclaman artistas, camareros, agricultores, profesores, alumnos, artesanos, deportistas, políticos y consultores especializados en vender humo. Sin embargo, los fondos europeos de recuperación pueden generar una gran decepción; como la de los habitantes de Villar del Río, cuando, en la película de Luis Berlanga Bienvenido, Mister Marshall, la caravana de coches pasó de largo y solo dejó frustración.
Es cierto, como dice Pedro Sánchez, que estamos ante el Presupuesto de ayuda más alto de nuestra historia y que tras esa aportación puede salir España cambiada. Pero no hay que darlo por hecho. Porque España es uno de los países que peor ejecuta las ayudas europeas, como denunció en el Foro Next Educación, el profesor Luis Garicano, eurodiputado de Cs. Una tristeza. Hay programas de fondos Feder de los que solo se alcanza el sesenta por ciento, o incluso menos. El resto nunca llega a España. O los fondos se piden mal, o se reclaman para asuntos que no corresponden, o se aplican con desviación de objetivos. (Confieso mi perplejidad la pasada semana en Zamora cuando tres personas bien informadas de la provincia me aseguraban que alguna partida de fondos del programa europeo Interreg, de aplicación solo en territorios fronterizos, se había quedado en Valladolid en su viaje desde Bruselas). Pregunten en Castilla y León por el centralismo de Valladolid; o en Aragón por el de Zaragoza.
Pero tampoco hay demasiada confianza en que el Gobierno tenga en cuenta para la adjudicación de esos fondos, todos los desequilibrios que malviven en la sociedad española. Existe desigualdad económica, como la hay de género, pero también desigualdad territorial. Persiste, después de casi medio siglo de democracia, la injusticia de la dictadura que condenó a unas provincias a ser subsidiarias de otras. La España hoy despoblada aportó mano de obra para el desarrollo de Cataluña, Madrid, Valencia y el País Vasco, preferentemente. Hoy envía sus jóvenes mejor formados a los mismos destinos; y los que allí no caben, emigran al extranjero, como hicieron sus padres o abuelos. Al llegar la tecnología de producción hidroeléctrica, esa España interior, además, aportó sus valles para que se inundaran, con reducidas indemnizaciones pagadas con años de retraso. Hoy se reclaman sus campos para instalar miles de hectáreas de placas fotovoltaicas para producir electricidad limpia, sin atender al patrimonio paisajístico que se destruye, como denuncia Teruel Existe. La democracia no puede castigar a esos territorios como la dictadura.
Inquieta la insensibilidad con la que altos funcionarios del Estado conversan sobre esta "división social" entre provincias, que se da por inamovible. Cuando se anuncian grandes inversiones, a cuenta de esos fondos, para aplicar en centros industriales ya consolidados, se ignora a la España marginada y se profundiza la desigualdad territorial del país. La España urbana debe atender la reclamación de la España rural de la que, en última instancia, depende para su alimentación y para su salud medioambiental, como acaba de demostrarse en la pandemia. Es imprescindible una transición energética, pero también una transacción justa entre provincias
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