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Activistas en procesión

Se trata de una violencia sublimada que ni hiere, ni provoca, ni mucho menos asusta

No andan finos los nuevos apóstoles del ecologismo y la no violencia en su versión posmoderna, esos que intentan a todas horas llamar la atención con las actitudes más extravagantes. Si las performances poniendo sus sucias manos sobre las más grandes pinturas que ha dado la humanidad llaman sobre todo a la incredulidad, la de este Lunes Santo de un individuo intentando desplegar una pancarta al paso del Cristo de la Expiración del Museo abogando por "la abolición de imágenes de violencia explícita y tortura en la Semana Santa" llaman sin embargo a la compasión. Y porque estamos en Semana Santa, tiempo de concordia y perdón. No se puede ser, literalmente, más tonto.

Antes, los contrarios a las celebraciones populares de la pasión y muerte de Jesucristo que pueblan nuestras ciudades del mediodía andaluz, basaban sus argumentos en la denunciada invasión de elementos religiosos en el ámbito civil. Ocupación indiscriminada de la vía pública, gastos excesivos en seguridad y limpieza que pagamos todos, ruidos estridentes a altas horas de la noche (contaminación acústica, dirían) perpetrados por cuatro niñatos armados con cornetas y tambores, que a nosotros nos parece música celestial… Y siendo honestos hay que decir que en determinados casos y circunstancias se nos va la mano y no les falta razón. En una sociedad secularizada, tampoco conviene perseverar en esos excesos que están en la mente de todos y que no hacen sino alimentar reacciones contrarias que hoy afortunadamente solventamos sin mayores problemas, pero mañana quién sabe.

Es cierto que nuestra Semana Santa, en cuanto expresiva recreación de lo que acaeció hace más de dos mil años en una pequeña región de Israel y que cambió el mundo, en todos los sentidos, contiene escenas que podrían encuadrarse perfectamente dentro de violencia explícita o incluso la tortura. Pero se trata de una violencia sublimada que ni hiere, ni provoca, ni mucho menos asusta. Más bien lo que asusta y nos interpela, todavía hoy, es el poder de un hombre bueno desafiando las estructuras arcaicas e hipócritas de una sociedad esencialmente injusta. Porque lo bueno de todo esto, aunque el hombre de la pancarta no se haya enterado, es que aquella violencia derivada en la más cruel tortura, por una vez, no obtuvo su recompensa. Es lo que, con más o menos acierto, intentamos celebrar estos días, y esperemos que por mucho tiempo.

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