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Mujeres para la Historia y el bronce

José María Pavón Maraver

La virtuosa e ilustre dama Carmen Núñez de Villavicencio, matriarca de la saga jerezana de los Domecq (II)

Entre las numerosas obras debidas a la inmensa bondad de doña Carmen Núñez de Villavicencio y de su esposo Pedro Domecq Loustau que han llegado hasta nuestros días, destaca sin duda la traída por ellos a Jerez de los Hermanos de La Salle y la fundación aquí de tres colegios gratuitos regentados por la Congregación Lasaliana sostenidos íntegramente por Domecq durante décadas, como son los de San José, Corazón de Jesús (Mundo Nuevo) y Buen Pastor, este último también sostenido por el filántropo jerezano Francisco Luis Díez y Pérez de Muñoz. Otros centros para muchachas, se decía entonces “descarriadas” o con graves problemas fueron fundados y costeados por su iniciativa, como fueron las Oblatas del Divino Redentor y las Salesianas de calle Cabezas.

Contribuyó sobremanera al sostenimiento de la parroquia de San Marcos, donando además su magnífico órgano neogótico, pieza que está considerada en su género como una de las mejores de nuestra provincia. En cuanto a conventos, especialmente los de clausura, se cuenta que no hubo uno solo en Jerez que no recibiera ayuda de sus manos. Decía entonces una amiga suya que sólo Dios podría contar los vasos sagrados y los objetos de culto divino que llegó a donar a las parroquias y conventos más modestos de la ciudad.

En su inmensa ayuda a los necesitados, cuentan las crónicas, que en épocas de paro estacional repartía cientos de raciones de comida entre los pobres, llegando en una ocasión a repartir hasta dos mil raciones en un solo día. Y es que siempre socorría las desgracias y buscaba la felicidad de quienes la rodeaban.

Mujer creyente y devota por excelencia, sus grandes amores fueron siempre el Corazón de Jesús y la Virgen del Carmen. A sus expensas se labró el bello camarín de la Basílica del Carmen, así como el embellecimiento en 1890 de la capilla del Sagrario de la entonces Iglesia Colegial y también el artístico monumento al Corazón de Jesús que se halla en los jardines de la capilla del Calvario. Su esposo, Pedro Domecq Loustau, al que no podemos dejar de mencionar, tampoco le iba a la saga en sus actividades altruistas, ya que fue un hombre que se desveló por todo lo que fuese progreso. Colaboró activa y financieramente en la magna obra de la traída de aguas desde los manantiales de Tempul, así como en la constitución de la Sociedad Jerezana de Electricidad, consiguiendo con ello que Jerez fuese la segunda ciudad de España en poseer este gran avance. También destacó por su colaboración con el Ayuntamiento financiando mejora de jardines, alumbrado, limpieza, etc.

La inmensa labor realizada por doña Carmen a lo largo de su dilatada vida le valió en su madurez numerosos reconocimientos. El 25 de mayo de 1916, el Ayuntamiento en pleno aprueba rotular con su nombre la Plaza de Plateros. En 1920 S.M. el rey D. Alfonso XIII le concede el título de Marquesa de Domecq D´Usquain. En 1922 el cabildo municipal acordó por unanimidad concederle el título de “Hija Predilecta de Jerez”. A nivel nacional fue nombrada “Socia de Honor y Protectora de la Prensa Católica Española”.

Todos estos reconocimientos no vinieron a paliar en forma alguna las amarguras que tuvo que sufrir. Los años 1921 y 1922, siendo ya octogenaria, fueron los más aciagos de su vida. La desgracia vino a abatirse sobre ella y su familia con el fallecimiento de dos de sus hijos, Pedro y José, dos de sus nietos de 12 y 9 años, así como la esposa de su hijo Juan Pedro, María Díez. A pesar de estos reveses de la vida doña Carmen demostró junto con su pena una paz admirable emanada de su profunda fe cristiana.

En diciembre de 1922, encontrándose en Sevilla en el convento de las Reparadores pasando una temporada con su hija religiosa, sufrió un ictus que le provocó una hemiplejía, dejándola incapacitada. Muy dolorosos debieron ser los siete meses que duró aquella enfermedad al verse impotente una persona tan activa como siempre fue ella. Sin embargo, según contaban quienes la conocieron, en todo ese tiempo nunca dio señales de contrariedad, viéndosela siempre sonriente y plena de una envidiable paz interior. El ictus se repitió en julio de 1923, falleciendo en su domicilio como consecuencia de dicho ataque a los 83 años de edad. Su cadáver fue amortajado con el hábito carmelita. Su capellán y confesor, el jesuita P. Torrero, dijo en aquella ocasión que había tenido una muerte santísima y añadió: “Ha demostrado en un hecho extraordinario que moría con la serenidad que había vivido, porque era un alma que, en todas las circunstancias, en todas sus decisiones, obraba siempre serena y en nombre de Dios”.

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