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Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Churrero minimalista

Ningún autónomo puede competir, sin palmar, con las mismas armas que una compañía grande

Que un negocio dé ganancia en una franja horaria puede tentar al empresario individual –y más, a su consultor– a replicarlo a lo largo del resto del día, a ser posible todos los días, adaptando la oferta a los designios del cliente, el actual y el potencial, fijo o discontinuo, del país o turista: todo por el cliente, sea este o aquel, el que se ordeña poco a poco o el que llega y exige, para nunca volver. La satisfacción del cliente hecha diosa; un modelo de empresa histérico, desustanciado, despreciable a la postre por el propio cliente. Proponemos una nueva Ilustración, comercial: “Todo por el cliente, pero sin el cliente”.

Ningún autónomo puede competir, sin palmar, con las mismas armas que una compañía grande en un mismo binomio producto-mercado: ni en absorción de costes, ni en poder de negociación o calidad de los contactos; tampoco en horarios. Por tanto, y salvo chamba o joya heredada, el pequeño empresario debe enfocarse a un grupo afecto de clientes, dándoles algo deseable y que destile para el consumidor los almíbares de la confianza o la cercanía (¿no son la misma cosa?). Y con ello vivir sin demasiados apuros familiares... ¿y por qué no también disfrutando de la vida?

El consultor Frankie Mirror identificó –en una charla huracanada, impropia de su flema– a la churrería de cercanía, en barrio poblado, como un negocio de futuro, con una rentabilidad apreciable y un riesgo casi nulo. Jóvenes y mayores, abuelos y nietos, e incluso vigoréxicos y veganos adoran los calentitos. Un día en semana. Una picardía ocasional, como tomar tequila o echar mano de un artilugio de placer. La churrería exige una inversión y un coste de producción bajos, pero su margen de explotación es realmente alto. Puedes trabajar desde las brevas del amanecer hasta los higos del mediodía, tres días en semana: diga usted si eso no es algo apetitoso.

En el sitio donde vivo son varios los comerciantes, no ya churreros, que cierran pronto. Y les renta el estilo minimal: pocas horas, procesos simples, acuerdo tácito con la clientela. Dan, en concreto estos que digo, desayunos en los que el escandallo –su contabilidad de costes– está bien claro: “Cada vez que entra una persona, me digo “son setenta céntimos de coste”, desde ahí, ganancia; tengo el café, el pan, el aceite, la mantequilla y todo lo demás bajo control, no se desperdicia nada. Diez mesas, sin barra”. El dueño y único camarero apostilla: “Los bares de alrededor son unos patata sin dueño conocido, vendiendo botellitas de agua dos euros y hablando un inglés de sioux a gente anónima que nunca volverá a su bar”.

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