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Desde el fénix

José Ramón Del Río

Criaturas

DICEN las estadísticas que cada día hay más niños hiperactivos, obesos o deprimidos. Me pregunto si será así o será porque antes no lo contábamos, porque no había estadísticas. De todas formas, hay que reconocer que el tratamiento de los hijos ha variado sustancialmente en los últimos años. Durante muchos, el trato de padres e hijos se mantuvo esencialmente igual; si acaso varió en la circunstancia de dejarles de hablar de usted... Todos los que me leen y que peinan canas han conocido a hijos que no tuteaban a sus padres. Pero, aparte de esta barrera sonora del tuteo, abierta hace algunos años, se puede decir sin exageración que la relación paterno filial se había mantenido incólume generación tras generación, hasta ayer mismo.

Pero ahora resulta que esa relación ha cambiado sustancialmente. No me refiero ya a la exageración de haberse pasado de padres que pegaban a sus hijos a hijos que denuncian a sus padres por malos tratos y obtienen su condena, convirtiéndoles en delincuentes. A lo que me refiero es a que los hijos, cuando niños, se han convertido en la principal preocupación de sus padres, incluso por encima de la atención al esposo/a (o pareja) o de su propio trabajo. El niño rey de la casa es algo hoy muy frecuente y todos hemos podido conocer casos concretos. Dicen algunos que esto se debe a que con la limitación de la natalidad, donde el objetivo marcado es la parejita, el niño/a, como todo los bienes escasos, es más apreciado. Hay que extremar con él, las atenciones y, sobre todo, las normas de seguridad, hasta llegar -dicen- a que las corbatas de algunos colegios ingleses ya no se anudan con un lazo corredizo, sino con ganchos, no sea que el niño se la apriete tanto que se ahorque. Para otros, los hijos reciben una atención exagerada de los padres en cuestión de estudios, porque quieren convertirlos en lo que ellos quisieron, pero no pudieron ser: los primeros de la clase, y los agobian con profesores particulares y con ayudas inoportunas en la realización de sus deberes. Hay, en fin, otros que quieren volcar en sus hijos, con mimos y consentimientos fuera de lugar, el déficit de su relación matrimonial (o de pareja), para que, si no buen esposo (o compañero), pueda decirse de él ¡qué buen padre es!

Es difícil, ciertamente, acertar en la educación de nuestros hijos. Quizás porque de lo que era antes una relación de subordinación y respeto se ha pasado a otra de trato igualitario y supuesto compañerismo. Yo no tengo la receta, pero pienso que lo que no debe hacerse es considerar a nuestro hijo como el unigénito de la creación y menos aún usarlo de coartada o emplearlo como ariete para cubrir nuestros fallos en la relación matrimonial o de pareja.

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