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HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Culto a los difuntos

LA idea de la muerte se hace tan insoportable para una persona joven y sana que el estúpido hedonismo de la sociedad del bienestar no quiere ni oír hablar del asunto. Los enfermos, los viejos y los muertos son cosa de otros, no de las casas ni de las familias. Luego, con los años, después de haber visto morir a personas queridas y que nos quisieron, vamos aceptando de mala gana la idea de la muerte. Desde las sociedades más primitivas, incluso anteriores a la aparición del hombre moderno, a los difuntos se les daba una trascendencia: no morían de todo, estaban en alguna parte o iban a un viaje desconocido desde donde hacían el bien o el mal a los vivos, según la moral de cada pueblo y la idea de la inmortalidad que hubiera arraigado en él. No encajaba en la mente humana que alguien que nos había engendrado, enseñado a defendernos y a buscar los alimentos se diluyera en la Nada.

Las costumbres funerarias primitivas variaban mucho de un pueblo a otro, de una tribu a otra y según fueran nómadas o sedentarios. El grupo que vivía en precario abandonaba a los enfermos y a los viejos para que el resto sobreviviera, o sólo se alimentaba a los hijos más fuertes y a los débiles se les dejaba morir. Esto último se hace todavía hoy. Pero otros grupos humanos más prósperos enterraban a sus muertos con ritos y honras, sobre todo si habían muerto jóvenes defendiendo a su pueblo o en el ejercicio de la caza. Las mujeres y los niños eran honrados y recordados igualmente. En el fondo, en el culto a los muertos, tan variado, hay en común un deseo de no morir, un tránsito a otra vida mejor o peor, triste o plácida; pero otra vida, para compensar la infelicidad que genera la idea de la disolución de la propia conciencia. Para los antiguos era más soportable un Hades sombrío que la Nada.

La costumbre de velar a los difuntos debe ser también muy antigua. En Tesalia el velatorio era para impedir que las brujas robaran cadáveres de niños o se llevaran parte del cuerpo de los adultos para preparar pócimas. Había que estar muy atento porque las hechiceras podían tomar forma de animales y pasar desapercibidas o infundir sueño en los dolientes para realizar sus macabros latrocinios. Se contrataban incluso guardias fúnebres para impedir el paso a cualquier animal, por si acaso fuera una metamorfosis de las fuerzas del Mal. Apuleyo cuenta esta idea tesalia tan sombría y triste de la muerte. Nosotros imitamos a los romanos, adornamos las tumbas con flores y plantamos cipreses en los cementerios, que se elevan a lo alto como deben hacer las almas. Los difuntos familiares tienen un lugar más venturoso, aunque sólo sea el de la memoria, y velan por nosotros y nos ayudan, como hicieron en vida, para que seamos dignos herederos suyos.

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