NO es de recibo que todavía haya quien dude de las señas de identidad. La llegada de Santa Claus anuncia, de manera incongruente, la llegada de las compras, las luces en las calles, los emails masivos de felicitaciones navideñas y el despilfarro generalizado. Poco que ver con las verdaderas raíces de las fiestas que se aproximan, destinadas en principio, a celebrar algo totalmente distinto. Ahora los domingos se dedican a las compras compulsivas y las iglesias han quedado para guarecerse de los chaparrones. Pero claro, con lo que esta cayendo, no hay fuerzas ni para ser consecuentes.
Si estamos de acuerdo en aquello que el orden de los factores no altera el producto, o que por sus obras conocemos a los mortales, acabaríamos dando la razón a los que piensan que esas señas de identidad se deben alimentar a diario aunque la corriente empuje hacia otros derroteros. El paralelismo entre quienes, se van o se fueron, y se sienten jerezanos aun estando a cientos de kilómetros, y los abrazafarolas, que siguen residiendo cerca la plaza del Arenal, pero sin importarles el bien de su ciudad, es significativo. Un buen ejemplo de lo primero lo tenemos en el encuentro anual de jerezanos en la diáspora, que este año, además, se celebra en un recinto que respira Jerez por los cuatro costados, gracias a Diego, que salió de su tierra buscando futuro y ahora enarbola su bandera en el mismísimo centro de Madrid. Bandera y corazón que para algo se mueven al ritmo de algún latido de zambomba jerezana o de algún que otro villancico flamenco. Por su parte, los agoreros localistas que tienen cortedad de miras y no se enorgullecen de su patrimonio critican cualquier iniciativa y no ven más allá de las orejeras que llevan a diario. Es más, sólo saben enturbiar el buen nombre de una ciudad milenaria enarbolando nepotismos, un buen número de asesores, falta de eficacia o sordidez de ambientes. Menos mal que es especie en vías de extinción. Por suerte.
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