La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

De la Feria

Aprecio su belleza, sé por qué es tan importante para tantos. Pero, por desgracia, no soy capaz de vivirla como se debe

Si hubo un tiempo en que un señor vestido de escocés se paseaba por la Feria, Pepe el escocés, que para más confusión cosmopolita resultó que era francés, permítaseme que ponga a pasear por el real –a ser posible, porque era gordito, en coche de caballos como hacía el orondo Orson Welles– a un señor inglés de Beaconsfield llamado Gilbert Keith Chesterton. Él fue quien dijo que la mediocridad es estar ante la grandeza y no darse cuenta. Muy cierto. Pero hay otra forma aún peor de mediocridad que tiene mucho que ver con los prejuicios: además de no darse cuenta de la grandeza, negarla. Es un vicio frecuente. Porque algo, por las razones que sea, no va conmigo, niego su grandeza, su belleza o sus valores. Sucede con la Semana Santa. Hay quien no participa en ella por las razones que sea, y se queda en su casa o si puede se va a la playa, pero reconoce sus valores artísticos, sentimentales y sociales. Dejo aparte los devocionales. Y hay quien, porque no le gusta por cuestiones más ideológicas que artísticas y estéticas, niega sus valores y la ataca con saña. Este no darse cuenta de su grandeza y belleza, y además aborrecerla, es la peor forma de mediocridad.

Lo mismo sucede con la feria. No la piso desde hace muchos años, pero reconozco su belleza, su alegría, su fascinante creación de una ciudad artificial en una ciudad real cuya deslumbrante y luminosa belleza tiene también su mucho –en la medida que no se haya destruido– de artificio tras la reinvención regionalista en coincidencia –no hay casualidades- con la definición formal de la feria en 1919 tras unificarse el aspecto de las casetas siguiendo el diseño de Gustavo Bacarisas. En coincidencia, a su vez, insisto en que no hay casualidades, con la definición última de la Semana Santa de Farfán, Font de Anta, Rodríguez Ojeda u Olmo que había renacido justo cuando la feria nacía allá por 1846.

Un querido amigo, José María Mellado Damas, me regaló hace ya años, en su caseta, un inolvidable día de feria que me permitió apreciar, como nunca lo había hecho, su extraordinaria, luminosa, feliz y elegante belleza, su celebración de la vida, el amor y la amistad, todo a la vez. Pero, por la razón que sea, no es lo mío. Cosas del carácter. La admiro, la aprecio, reconozco su belleza, sé por qué es tan importante para tantos. Pero, por desgracia, no soy capaz de vivirla como debe ser vivida. Yo me lo pierdo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios