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La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

Fregar escaleras

Vivimos con un trasfondo de microclasismo que se parece mucho al micromachismo: lo arrastramos en el ADN

Fregar escaleras es un trabajo muy digno; ¡claro que sí! Como coger aceitunas. Hubo un tiempo, y no hace tanto, en que lo decente era quedarse en el pueblo, estudiar lo básico y casarse bien. La aventura del Bachillerato y la Universidad era presagio de dolor de cabeza y de problemas. Muchos e innecesarios. A mi hermana la matriculó mi tía en BUP a escondidas y solo me lleva cinco años. Ahora nos preguntamos si se ha roto el valor de la educación como ascensor social olvidándonos de que siempre ha dado vértigo (el confort del status quo) y de que nunca ha funcionado para todos a la misma velocidad.

No hay nada que marque más que el código postal. Importan las habilidades, importan los incentivos e importa, por supuesto, el esfuerzo. Pero luego hay un fondo de microclasismo que se parece mucho al micromachismo. Lo disculpamos porque no lo percibimos como tal. Porque lo arrastramos en el ADN.

Es lo que le ha pasado a la ya ex alcaldesa de Navarra, Cristina Ibarrola, cuando ha dicho en voz alta lo que miles de españolas hemos escuchado desde niñas: te esfuerzas y estudias (te intentas subir al ascensor) o tendrás que ganarte la vida con lo que otros no quieran. Ella ha dicho que “prefiere fregar escaleras” antes que pactar con Bildu para seguir de regidora. ¿Lo sabe por experiencia? No lo parece. ¿Vivir de la política porque no sabe vivir de otra cosa? No es tanto lo que dice sino quién lo dice y con qué trasfondo. ¿La política no era un servicio público?

Yo he fregado muchas escaleras en mi vida; no se me da mal. Y he pasado demasiados inviernos con los dedos congelados y la espalda reventada cargando sacos de aceitunas; en momentos de penuria poco importa el sexo y mucho menos la edad. Me recuerdo rezando, sin saber muy bien qué ni a quién, para que diluviara y nos pudiéramos quedar junto al brasero de picón comiendo tortas con miel. Cosas de niños, entonces; ninguna proeza, hoy. Son solo unos compases de una partitura corriente, compartida, que nos recuerda lo bonito que es vivir. Con sus luces y sus sombras. Con sus contradicciones y sus esperanzas. Acabamos de estrenar 2024 y todos nos deseamos felicidad. Pero lo hacemos en una espiral endiablada de propósitos, de expectativas estresantes, que se parece al viaje de Ícaro.

Vivamos sin hacernos trampas. Con la osadía de unas alas, aunque nos arriesguemos a quemarnos; con la dignidad de una fregona como catapulta para soñar. ¿No iba de eso el ascensor?

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