LO vi tumbado sobre la arena, en la acera, cerca del parque de bomberos. Había gente a su alrededor, tres, cuatro personas, no más. Era un gatito común, de un mes de edad, quizá algo menos. Maullaba, desconcertado y dolorido. Pasé con el coche, despacio, vi que estaba atendido y me marché. Pero, inquieto, volví al rato. Allí seguía. Ya no había nadie, sólo un par de agentes de medio ambiente a dos metros del animal. Me bajé del coche y les pregunté si estaba muerto. Uno de los hombres me dijo que no y me acerqué a examinarlo. Tenía las patitas traseras rotas tras ser atropellado por una moto.
Pedí permiso para llevármelo al veterinario de Marí, mi gatita, pues me dijeron que estaban esperando a los de la perrera para que el veterinario lo viera al día siguiente. Era evidente que las heridas eran muy graves, y que el minino no aguantaría. Lo monté en el coche y se lo llevé al médico.
Rafael lo cogió con infinita ternura y lo examinó sobre la mesa ayudado por otra veterinario. El diagnóstico no albergaba esperanzas: había perdido la sensibilidad en una de las patas y tenía hecha puré la caderita.
La radiografía confirmó todo eso y no quedó más remedio, tras consultarme, que sacrificar al gatito.
Fue todo muy rápido, pero pasé un rato horrible y aquella noche no pude dormir hasta bien entrada la madrugada.
Según el veterinario obramos a conciencia. Le evitamos una agonía lenta y, sobre todo, tratamos de salvarle la vida. No pudo ser y créanme que lo sentí. Vi en los ojitos del cachorro el miedo y me recordó a mi gata. Sentí su corazón acelerado en busca de una salvación que fue imposible. Y noté que la vida a veces, aunque sea la de un animal callejero, se presenta dura e inflexible.
Ahora, amigo, si lee esto, vaya a ver a su mascota y acaríciela, abrácela. A cambio tendrá el amor que usted le da multiplicado por mil. Yo hice lo mismo con Marí. Y espero, si el cielo existe para los animales, que aquel gato esté allí y me dé un día dé las gracias con par de húmedos lametones.
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